viernes, 14 de marzo de 2014

Dolor, e inspiración.

Acabo de leer en alguna parte, no me preguntéis a quién ni dónde, que los escritores inconscientemente buscamos el rechazo como forma abstracta del dolor que nos inspira. Y una mierda. Eso no es verdad. Yo no necesito dolor para inspirarme, es más, huyo del dolor continuamente, creo que sería demasiado sádico, incluso enfermizo, disfrutar de ese estado de flujo melancólico que uno vive cuando está sufriendo. Que sí, que la tinta salada que brota de nuestras entrañas, y a veces hasta rebosa nuestro interior viendo la luz por nuestros ojos es de la más pura e íntegra que podemos encontrar, pero hasta qué punto merece la pena, y qué necesidad hay de pasarlo mal para escribir. En todo caso la lectura se hace al revés: Escribo mientras lo paso mal, a ver si el trago se hace menos amargo. Pero lo cierto es que así pensamos a veces, los seres humanos. En lugar de hacer un esfuerzo por revivir las cosas bonitas de la vida, por acercarnos a aquello que sabemos con certeza que nos va a hacer bien, nos estancamos en lo malo, en las desgracias propias, o ajenas, y nos embargamos de una pena que no tiene por qué ser necesaria. De un tiempo a esta parte me he dado cuenta de que hay personas que inspiran, que simplemente generan en uno mismo la necesidad, o más bien el sentimiento, de escribir sobre cualquier cosa con una fluidez aplastante. Esas son las verdaderas fuentes de inspiración, porque suscitan sentimientos de manera involuntaria, tanto por su parte como por la nuestra. Y por mucho que intenten convencerme nadie va a conseguir hacerme creer que uno puede obligarse a sí mismo a sentir para inspirarse. Sin embargo sí que puede pensar en quien le hace sentir y le genera inspiración. Somos escritores, no actores, y precisamente ahí está la diferencia entre nosotros: Ellos interpretan lo que nosotros creamos. Ellos fingen sentimientos cuando actúan, nosotros no podemos. Cuando escribimos, sentimos de verdad.


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