sábado, 24 de marzo de 2012

Ángela.

La conocí un Lunes de una de esas soleadas tardes de principios de Octubre, en las que el cerebro todavía vive en la resaca semanal de San Mateo. La cancha del patio de Jesuítas se encontraba plagada de padres habladores y de niños que no paraban de gritar y correr de un lado para otro, fomentando mi dolor de cabeza. Mientras tanto, yo esperaba de pie, buscando algún punto fijo en el que centrar la mirada y aislarme un poco de todo aquello. De pronto, con su apenas metro treinta de estatura, aquel renacuajo de pelo largo y negro, mejillas salpicadas de pecas y enormes y brillantes ojos claros, se acercó hacia mí, y fabricando una sonrisa medio desdentada, con el cuello totalmente inclinado hacia arriba, me preguntó: ¿Podemos coger balones ya? En aquel momento no reaccioné. Ella traía su propio balón, grande, enorme en comparación con sus pequeñas manitas, pero quería empezar a entrenar. No tenía ni diez años, y ya le podían las ganas. Me quedé unos segundos mirándola, durante los cuales seguramente la niña tuvo que pensar que su nueva entrenadora tenía algún tipo de retardo mental (perdón por la expresión, no es mi intención ofender a nadie), y tras devolverle la sonrisa le contesté con un simple "Sí". La seguí con la mirada mientras se alejaba corriendo con su balón gigante hacia el cuarto de materiales deportivos. Ni si quiera la había visto botar, pero esa niña tenía algo. Esa niña tenía algo especial, y no me refiero a su alergia a los frutos secos, como me comentó su madre después. Esa niña aprendería a jugar a Baloncesto. Ahora la miro, casi tres años después, más alta, más grande, con más dientes...cómo bota, cómo pasa, cómo piensa, su fuerza, sus ganas, su Fe...y me doy cuenta de que no me equivoqué. Ángela Martínez Santamaría, está aprendiendo a jugar a Baloncesto.

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