miércoles, 11 de enero de 2012

La niña del bordillo.

Solo tenía 5 años cuando le llevaron por primera vez a una piscina olímpica. El gorro de silicona se le resbalaba entre sus finos y sedosos cabellos dorados, y en su cara, pálida como la nieve y de mejillas sonrojadas, solo se veían ojos, grandes, brillantes y almendrados. Caminaba por el bordillo con la mano derecha entre la de su padre y la izquierda con el dedo pulgar metido en la boca. Hacía tiempo que había dejado esa costumbre atrás, pero aquel día resurgió de nuevo en ella. Llevaba un bañador azul con volantes y un enorme lazo rojo que había intentado sin éxito arrancar, de la talla más pequeña de toda la tienda, pues era muy delgadita para su edad, y unas chancletas de esas que sin ayuda de su madre no era capaz de abrochar, pero que le gustaban, le gustaban mucho, porque podía correr con ellas. Cuando llegaron a la cabeza de la calle, su padre la sentó junto al bordillo, y tras darle un beso en la mejilla, soltó su mano y se incorporó. Era alto, pero visto así, desde el suelo, parecía más alto todavía. Estiró sus brazos, soltó sus piernas, movió hacia ambos lados su cuello, saltó de cabeza a la piscina y comenzó a nadar en la calle contigua. Fue entonces, al quedarse sola, cuando se paró a pensar en lo que venía después. Una tirita sucia flotaba sobre el agua un par de metros alejada de sus pies, los cuales permanecían sin atreverse del todo a tocarla, al final de sus piernas, ahora estiradas paralelamente a la dirección de la misma. Un hombre viejo, de los de pelos en la espalda y arrugas en el pecho, hacía ejercicios raros sumergiendo su cabeza y volviéndola a sacar, en la calle de su derecha. Al reparar en la pequeña, le dedicó una cálida sonrisa, que en aquel momento le proporcionó la confianza suficiente como para introducir sus pequeños piececitos dentro del agua. No estaba fría, en realidad. Estaba como la leche del desayuno calentada en el microondas en el número 1, templada, agradable, tanto que dejó que sus rodillas se flexionaran hasta que la mitad de sus piernas acabaran cubiertas dentro de la piscina. El movimiento provocado supuso que la tirita se desplazara unos metros hacia ella, sin llegar a tocarla. Mejor, porque le daba un poco de asco, ¡a saber quién la habría llevado antes...ni por qué, ni dónde! Miró entonces hacia su izquierda, y vio como su padre nadaba a gran velocidad, sin detenerse ni al terminar el largo, hacía eso raro con las piernas para dar media vuelta y seguir nadando...ella también sabía hacerlo, pero sin meter la cabeza debajo del agua...era lo que peor llevaba. Meter la cabeza debajo del agua. Observarle generó un impulso inconsciente dentro de ella que le hizo sacarse el dedo de la boca y apoyarse con ambas manos sobre el bordillo para introducirse en la piscina...pero el arrebato de valentía duró poco, y lejos de soltar sus brazos, se quedó sujeta al bordillo, de espaldas a la calle, con todo el cuerpo mojado pero la cabeza fuera. Le entró miedo. Solo era cuestión de un último empujón, sabía que podía hacerlo, no pasaba nada si le entraba agua por la nariz, por los oídos o por la boca, no sería la primera vez...había nadado otras veces en la piscina de casa. Pero aquello era una piscina olímpica, de las que salían en la tele, y su madre no estaba tumbada a escasos metros de ella tomando el sol esperando con la merienda preparada. En lugar de eso tenía a su padre, que ni si quiera la miraba. Y qué decir del socorrista, que no parecía ni haberse dado cuenta de su presencia, estaba demasiado ocupado observando lo que parecía una de esas revistas de videojuegos que sus primos mayores compraban en el quiosco de la esquina. Se sintió sola. Indefensa. No sabía qué hacer. Por un momento pensó en volver a salir del agua, dar media vuelta, quizás no era el mejor momento, ni el día adecuado para nadar en aquella piscina tan grande, tal vez fuese demasiado pequeña...era así como se sentía en aquel momento, pequeña. Pero entonces volvió a mirar a su padre, y algo le hizo reaccionar. Giró de nuevo su pequeña cabeza, y tomando aire como si fuese la última vez que le fuesen a permitir respirar, soltó sus brazos del bordillo, y comenzó a nadar. Su padre, que no había parado de prestarle atención ni un solo segundo, se detuvo, al fin, y sin que ella pudiera verle, dejó que una lágrima de emoción empañara sus gafas, y se mezclara con las gotas de agua que cubrían su cara.

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