martes, 27 de mayo de 2014

Infancia.

Mis sobrinos me han pedido esta tarde que les cuente un cuento de los bonitos. Me he quedado unos segundos en silencio, sin saber muy bien cómo empezar. La historia más bonita que conozco es la que ocultaban aquellas manos llenas de restos de pintura y tierra. Las de ella. Se fue un día, prefiero no recordar cuándo. Me pone triste pensar en los finales. Se marchó llena de arrugas en el alma, como si el tiempo le hubiese marcado la belleza con tinta permanente. Le escribo ahora, cuando ya no puede oírme. Cuando su inocente sonrisa forma parte de fotografías que no miro por si la nostalgia me duele demasiado. Yo nunca he creído en el cielo. No creo en Dios tampoco, y no es fácil. Porque sé que ella creó un paraíso en sus brazos, y cada vez que me encerraban yo olvidaba lo que era el miedo. Y es que el amor es algo que aprendí de ella. Que no es que la quisiera, es que ella estaba en todo lo que he querido desde entonces. No supe decírselo, y ahora es tarde. Ahora los sentimientos no me caben en un cajón en el que sólo quedan algunos envoltorios de los dulces que me regalaba. Es difícil asumir que el amor no siempre puede salvar a las personas, que al convertirse en adultos una parte de ellos muere irremediablemente. Que una vez hizo sol, mientras tú te mojabas bajo aquellas lágrimas que derramaste a escondidas. Ella se fue, y lo que queda, a veces, simplemente me parece que sobra. Que hay un vacío que va a quedarse ahí siempre, como una carta dirigida a una dirección que ya no existe.




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