miércoles, 6 de abril de 2011

Bendita locura.

Antes de que a las calles les haya dado tiempo a bostezar, los primeros rallos de sol se cuelan por las rendijas de la pequeña y agrietada ventana de madera, iluminando su rostro y forzando a sus brillantes ojos verdes a despertar. Él todavía duerme, llegó tarde de trabajar, por eso ella abandona la cama con sigilo para permitirle robarle al sueño unos cuantos minutos más. Aprovecha para tomar una solitaria taza de café bajo la tranquilidad del hogar mudo, observando desde la ventana de la cocina las azucaradas montañas que se distinguen a lo lejos, como en el fondo de una obra de Monet. No sabe cuántos kilómetros les separan, seguramente muchos, pero a esas horas se ven tan nítidas y firmes que tiene la sensación de que si alargase el brazo en dirección a ellas se quedaría a pocos palmos de rozarlas con la punta de los dedos. Observa el cielo, tan inmenso, tan azul, y aunque carece de fe cristiana tiene la sensación de que hay algo más ahí arriba, algo que les vigila, que les protege. Cuando sólo quedan dentro de la taza los posos desprendidos de las galletas María, él interrumpe sus pensamientos, con aspecto cansado, pero risueño. Le da un beso en la mejilla, casi rozando sus labios, y le acaricia el pelo con ternura. Es lo que siempre hace, pero no le resulta monótono, lo echaría en falta si alguna vez le faltara. Cantan. Se ganan la vida cantando, en cualquier lugar de la ciudad, a veces en el teatro, a veces en viejas tabernas, a veces en el cine Avenida. Su talento vale más de lo que cobran, pero en estos tiempos de guerra hay que conformarse con cualquier cosa que sirva para alimentar las bocas de los tuyos. Cantan realmente bien, sobre todo ella. El se dedica a otras cosas, a veces, cosas de hombres, que se suele decir, normalmente en Zaragoza, lo que les obliga a estar separados durante semanas...pero ella sólo canta. Canta por las mañanas, canta al atardecer, canta por las noches e incluso canta mientras duerme. Y aunque él no la acompañe, aunque no esté entre su público y aunque no conozca a nadie, ella siempre canta para él, porque sabe que esté donde esté, aunque sus oídos no puedan escucharla, su corazón siempre lo hace, y de esa manera le siente cerca.

No me gusta llamarla loca, porque cada vez que habla de ellos lo hace como si lo que tiene ante sus ojos no fuera la mesa redonda rodeada de sillas. Cuando esa chispa de locura ilumina su mirada, perdida, ausente, y hace que ella cante también, que escuche la música, las voces, dentro del mismo salón, la veo tan feliz que me contagia su locura. Parece tan real que cuesta creer que esté vieja, cuesta creer que esté enferma...cuesta creer que todo ese mundo no exista fuera de su cabeza.

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