viernes, 1 de abril de 2011

Aula 103. Ernesto.

Posiblemente sea uno de los nombres más pronunciado por mí en esa clase, y sin embargo será de los que más días tardé en aprender, a pesar del curioso e insignificante detalle de que fue su padre quien me aprobó la última asignatura de la carrera. La primera semana, cuando la mayor parte de sus compañeros me bombardeaban inquietos con manos alzadas ansiosas por conceder a sus dueños la posibilidad de intervenir, él se limitaba a mirarme desde su discreto asiento de segunda fila, pasando desapercibido. Tal vez viera en él un reflejo de lo que años atrás yo fui, y por eso acabó llamando mi atención. No era timidez lo que intuía en su mirada, ni tampoco falta de entendimiento, transmitía mucho más, como si se tratara de un diamante enterrado que en cualquier momento acabaría saliendo a la luz.Y así fue. Su primera intervención fue simple y aparentemente irrelevante, durante un problema de análisis funcional: "!qué más da que sean bolas o canicas!". Sonreí, él me devolvió la sonrisa, y no hizo falta más. Como dice un antiguo proverbio indio, "Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio". Desde entonces es un punto de referencia para mí, un bastón en el que apoyarme cada vez que noto que puedo cojear. Me transmite confianza, seguridad, y enriquece mis clases con cada una de sus intervenciones. Refinado en sus razonamientos, maduro en sus observaciones, acertado en sus conclusiones. Educado, humilde, tranquilo...y lo más asombroso de todo, es que todavía, sigue siendo un niño.

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