miércoles, 31 de julio de 2013

Mi casa.

Quiero una casa en la playa. Entre las rocas, justo en la orilla, de esas que cuando te levantas por la mañana sientes cómo el olor a tostadas recién hechas se mezcla con el del salino mar hasta con las ventanas cerradas. Aprender a hacer surf y esconderme bajo las olas más inmensas y espeluznantes sin miedo a dejarme embaucar por su conmovedor encanto y quedarme atrapada en ellas. Y que al abrir la puerta sienta como el agua fría salpica mis pies sin que me escuezan los cayos ni las viejas heridas. Porque ya no existen. Caminar descalza sin reparo a pisar nada que me haga daño, sin levantar polvo en el camino que me haga estornudar y mirar atrás. Coger aire con fuerza hasta colmar mis pulmones y sentir cómo el oxígeno más puro de la montaña más alta recorre mi cuerpo sin dejarse ni un solo rincón, y lo llena de vida, de calma, de paz. Tener el trastero en la planta más baja para aparcar la bicicleta, aunque después tenga que subir escaleras. Un frigorífico que guarde agua fría hasta cuando se me olvide reponerla, y una máquina para hacer café que sepa a chocolate. Espacio para correr con las rodillas en su sitio y no cansarme nunca, dar saltos hasta casi volar y tocar las nubes con las manos, nubes esponjosas y limpias que sepan a algodón de azúcar. Un caballete con lienzos infinitos, y una caja de pinturas con los colores que me gustan para dibujar sonrisas de las que aceleran el corazón y elevan la temperatura del alma. Una manta con la que nunca pase frío, de todo menos frío, que siempre hay cosas mejores que pasar en una cama. Y lo más importante de todo: Que mi casa esté en un país donde la justicia, la integridad y la ética tengan más significado que el que aportan los que se llenan la boca utilizando esas palabras. Que cuando despierte no sea todo un sueño. Que cuando despierte, quede algo más que Nada. 

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