sábado, 13 de julio de 2013

Matando el Arte.



En otro tiempo hubieras empleado la noche en hablarle de libros y de viejas películas, pero ya eres mayor. Ahora sabes que a ellas les aburren los tipos llenos de nombres propios, que tu educación les tiene sin cuidado. De modo que le dejas tomar la iniciativa, desconectas y finges que escuchas sus historias, que invariablemente (por experiencia, recuerdas de otras veces) versan sobre el amor, los viajes, la dietética, el verano, la buena forma física, las drogas o la moda postmoderna. De cuando en cuando asientes, recorriendo sus ojos con los tuyos sin atreverte a bañarte en ellos (todavía), rozando levemente sus bronceados e insinuantes muslos, y elevas a los cielos una angustiosa súplica para que la farsa termine cuanto antes. Pasarán sin embargo todavía unas horas hasta que, ebria y afónica, se abandone en tus brazos y obtengas la victoria pírrica de su cuerpo que, pese a los asertos de dos o tres amigos (o quizás ninguno, si tu discreción lo apremia), será muy poca cosa  en cuanto a esencia. Y cuando esté dormida, saldrás roto a la calle en busca de una taza de café con hielos gigantesca, maldiciendo las copas que arruinaron tu hígado en la estúpida noche y pensando que, al fin y al cabo, merece más la pena no comerse una rosca y hablarles de tus libros, amargarles la vida con Shakespeare y con Hemingway, o buscarse una sorda para que nada falte...hasta que aparezca una de esas que, aún siendo en el fondo las peores, ni es sorda, ni va por ahí matando el Arte.

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