sábado, 20 de julio de 2013

Matando musas.

Ella escribía recostada sobre un cojín, con los pies enredados en lo que quedaba de las sábanas de su cama, bajo el silencio de la cálida brisa que entraba por las rendijas de la ventana. El reloj de la mesilla no marcaba ni las 7, la televisión estaba condenada al silencio por no ofrecer nada más sugerente que la absurda tele-tienda, y el sol había decidido madrugar aquella vez. Escribía sin rigor alguno, no tenía ni idea de si sonaba bien o mal, desconocía lo que solía decirse en esos sitios en los que le enseñan a uno a escribir. Seguro que le vendría bien aprender a poner un poco de orden entre sus líneas, que no en ellas, sino justamente en el hueco que queda en medio, ese que sólo algunos eran capaz de entender. Ella de orden no entendía, no entendía nada en absoluto, no lo tenía en su propia vida como para tenerlo escribiendo. Repasaba los rincones de su mente en busca de algún resquicio que continuara escondido, que le ayudara a inspirarse, que le empujara a escribir el final de una historia que aunque resultaba complicado asumirlo, tenía que terminar. Había llegado el momento de dejarle descansar, de exprimir los restos antes de que no quedara nada y poner punto y final.  < < Pasar página > >, pensaba, < < pasar página y que esa página sea la última, que lo que sale de mi tinta sepa distinto, huela distinto...que lo que sale de mi tinta, no me recuerde a ti > >

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