viernes, 23 de agosto de 2013

Palomitas de maíz.

Sería más fácil quedarse en el principio, ese momento en el que cocinas palomitas sólo para escuchar cómo hacen ruido dentro del microondas, saltando descontroladas en todas las direcciones posibles dentro de la bolsa. Y dan vueltas, y más vueltas, hasta que una salta más de la cuenta y rompe el cartón saliendo disparada, como si fuera a comerse el mundo de un bocado. Si sólo es una no pasa nada, siempre puedes dejarla salir, concederle esa falsa libertad que le proporcionan las cuatro paredes del electrodoméstico, haciéndole creer que no hay nada más allá de ese pragmático lugar. El problema viene cuando la bolsa de palomitas se derrama entera. La comparación es absurda, tan absurda como pensar en el incontrolable deseo de aplastar un puñado de gusanitos tirados en el suelo a pisotones, uno por uno, igual que de niño saltas sobre los charcos mientras llueve aún a riesgo de que tu madre te regañe. Ahí está el problema. Ya no somos niños. Es tarde para recurrir al sabio consejo de "no crezcas, es una trampa." El caso es, sin irnos por las ramas, y aún asumiendo que a veces convertirse definitivamente en adulto es lo peor que le puede pasar a una persona, que en determinadas ocasiones es inevitable sentir la necesidad de buscar almas cálidas. A mí las frías no me hielan, pero me hieren.  Y por mucho que uno se empeñe en hacer como que la cosa no va con él y en mirar para otro lado por un rato, cuando se trata de sentimientos no basta con usar gafas opacas. Los ojos del alma, nunca se apagan. 

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