domingo, 22 de abril de 2012

Dislexia.

Siempre llevaba los mismos anillos. Dos, para ser exactos. El más pequeño, de gravados simples y geométricos, en el dedo índice de su mano derecha. El más grande, liso, adornado por una fina línea negra en su contorno, en el dedo corazón de su mano izquierda. Se los quitaba para dormir, para nadar, incluso para comer o escribir en el viejo teclado del ordenador de su casa, si los sentía demasiado. Pero siempre, siempre después de hacerlo, recordaba volver a colocárselos de nuevo. Parecía un poco contradictorio, pero aunque llevarlos puestos en algunas ocasiones le resultaba algo incómodo, no llevarlos le hacía sentirse incompleta, con la sensación de que algo le faltaba. El rutinario y mecánico gesto de introducir ambas circunferencias en sus finos y alargados dedos y que encajasen ahí, exactamente ahí, sin estar demasiado prietos como para quedarse atrancados en su zona de reverencia, ni dejar que se deslizaran hasta caer al suelo, emitiendo ese agudo sonido al chocar, intermitente primero, prolongado después al tiempo que rueda trazando una espiral hasta acabar haciéndola morir en un punto que ahoga su grito...ese simple movimiento, le transmitía tranquilidad. Hasta que llegó el día. Se miraba ambas manos sorprendida, sin conseguir lograr entenderse. Miraba esas manos llenas de dedos diferentes y repetidos, como si jamás las hubiera visto antes al final de sus delgados y bronceados brazos, intentando encontrar alguna diferencia que le hiciera reconocer a los dos elegidos. Aquel día, dudó. Aquel día tardó varios segundos en colocárselos otra vez...aquel día, algo no iba bien.

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