martes, 1 de julio de 2014

Frágil. Léase con cuidado.

Los ojos de Nico estaban cerrados. De una herida invisible en la parte posterior del cráneo le manaba un poco de sangre, que seguía la pendiente de la calzada como un vacilante arroyo que acababa separándose en cinco hilos distintos. Parecía el esbozo de una mano lánguida y esquelética, con sus cinco dedos estirados hacia el infinito. Contemplaba esa mano que fluía y dibujaba su vida. La vida que en aquel instante abandonaba su cuerpo. Ver el dibujo que trazaba la sangre de Nico sobre el asfalto me recordó vagamente a un sueño que tuve unas noches antes, un sueño que trataba de un bosque verde y frondoso, de un manantial de agua pura, del último rallo de sol en medio de un hermoso atardecer que iluminaba el paisaje cargándolo de vida y esperanza. Fue entonces cuando los ojos de Nico se abrieron de golpe, provocando un escalofrío que recorrió mi cuerpo como si de una sacudida de corriente eléctrica se tratara, haciendo temblar hasta anudarse a mis venas y arterias, y erizando todos y cada uno de los pelos de mi piel. Mis piernas comenzaron a vacilar arqueándose irregularmente, y sentí una punzada aguda en el centro de mi pecho que dobló mi cuerpo haciendo crujir mis costillas y reteniendo el aire en mis pulmones, hasta quedar arrodillada junto a él. Un viento seco y gris me arrancó de pronto una lágrima que resbaló por mi mejilla izquierda hasta caer sobre el asfalto, confundiéndose con el ocre que moría en la alcantarilla. No recuerdo cuánto tiempo permanecí ahí, ni creo que sea capaz de recordarlo jamás, pero todavía hay momentos en los que me sorprendo a mí misma en ese mismo lugar,  en silencio, recostada sobre su pecho. Dicen que no es sano mirar atrás, pero hay noches en las que  resulta muy difícil conciliar el sueño, pérdidas para los que uno nunca está preparado, y lugares del alma de los que nunca te vas. Del todo.


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