miércoles, 25 de julio de 2012

Día 2.

La melodía llegó a su fin. Rigiéndonos a la fecha que marcaba el calendario, continuaba siendo 23 de Julio, pero aquellas 4 horas hicieron que para mí comenzara un nuevo día. Todavía era incapaz de mover las piernas, pero por fin comenzaba a sentir el tronco, incluso la cadera, y me sentía totalmente eufórica, como si en cuanto despertaran fuesen a saltar sobre la cama y correr por todos los pasillos del hospital. Sujetaba entre mis manos la botella del drenaje con la sangre que fluía de mi pierna, y en aquel momento me parecía algo fascinante. La mujer de la vesícula acababa de fallecer en el quirófano 2. Dos enfermeras empujaron de nuevo mi cama en dirección al ascensor. Cuando llegué a la habitación recuerdo que no pude evitar sonreír. Allí estaban todos, esperándome. Les volví locos, seguro. Quería comer, y leer, y hablar, quería hacer millones de cosas...hasta que el efecto de la anestesia comenzó a desaparecer. Empecé a sentir mi vejiga llena, pero no sabía cómo vaciarla. No lo sentía, más bien, tan sólo la bolsa llena dentro de mí. El pánico a la sonda comenzó a apoderarse de mí. La sensación de no ser capaz de controlar mi propio cuerpo no me gustó en absoluto. Decidí tranquilizarme, escucharme por dentro, y dio resultado. Comencé a sentir el drenaje. De vez en cuando, a ritmo descompasado, pero firme, fuerte. Bum bum, bum bum. Podía ver la sangre fluir por el conducto hasta la botella. Cansancio. Cada vez más. Me pesaba la pierna, y la cabeza, y hasta los párpados...pero no tenía sueño, en realidad. Sólo cansancio. Una extraña fatiga que me quitaba hasta la fuerza para hablar. Ya no tenía hambre, sólo náuseas. Tampoco era capaz de leer, y me daba exactamente igual llevar un camisón con la espalda abierta. Sólo pensaba en sentirme mejor. No se cuántas horas transcurrieron, poco a poco todos fueron abandonando la habitación, hasta Pablo, que fue el último, tras ayudar a mi madre a montar el sofá cama, o al menos eso me pareció escucharles. Se hizo el silencio. Los ojos se me abrieron varias veces a lo largo de la noche, pero el cansancio no me permitía mantenerlos así durante mucho tiempo. Cuando los primeros rallos de sol comenzaron a entrar por las rendijas de la persiana de la terraza, una enfermera entró a la habitación para suministrarme la siguiente dosis de medicación. Un nuevo día estaba a punto de comenzar.

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