domingo, 27 de noviembre de 2011

4. Y más escaleras.

Lo cierto es que en muy poco tiempo pasó de ser un desconocido a ser alguien importante, alguien que me inspiraba confianza, seguridad, que me transmitía paz. En cuestión de pocos meses sentía haberle visto mil veces, en mil sitios, de mil formas. Su primera cara de la mañana, recién afeitado y con gafas cubriendo la sabia de sus ojos, y su última cara de la noche, de mirada enrojecida y labios con sabor a chicle de menta. Con mucha ropa, grande, fria, y con poca, muy poca, incluso nada. Prácticamente rapado, y con el pelo desgreñado, y por supuesto, casi siempre bien peinado. Le había visto feo, muy feo, aunque siempre estuviese guapo, el más guapo. Prepotente, insoportable, e increíblemente agradable. Sonreír por tonterías y reír a carcajadas, gritar de rabia y hasta humedecer a sus ojos con tímidas lágrimas, si hacía memoria. No se en qué momento comencé a referirme a Marco como mi novio, pero supongo que fue desde aquella vez que descolgué el teléfono cuando me llamó y me hizo sentir aquello de...

-¿Sí?-Pregunté.

-Soy yo. - Respondió. Y con eso, ya era suficiente.

Pero por más que pase el tiempo, creo que nunca podré olvidar aquel día. Ya había sucedido otras veces, pero no así. Le pegaba. Le pegaba siempre que no hacía las cosas como el quería, incluso cuando hacía todo bien, pero estaba enfadado o había tenido un mal día. Bebía mucho, muchísimo, sobre todo los fines de semana, cuando no tenía nada que hacer y los problemas le agobiaban. Alguna vez intenté detenerle, incluso había hablado con mi madre para contratar a un abogado, poner tierra de por medio y sacarla de aquella mierda, pero ella siempre se negaba. Le quería, y decía que el la quería también a ella, a su manera, era inútil intentar enfrentarse a ella. Pero yo no entendía su forma de querer. Contacté con una asistente social, pero me advirtió de que mientras no quisiese colaborar, no había nada que pudieran hacer. Sabía que mi ambiente familiar no era el que solían tener en otras casas, pero acostumbrada a ello desde que tenía uso de razón, y sin una actitud por parte de mi madre que me empujara a buscar el cambio tampoco podía hacer nada...hasta que llegó aquel día. Habían discutido, como de costumbre, quizás algo más, pero a aquellas alturas estaba tan acostumbrada a los gritos, a los golpes y a los portazos que ni si quiera me di cuenta. Cuando todo quedó en silencio y el cd que sonaba en mi cadena musical llegó al final de la última canción, salí a la cocina para prepararme un zumo y coger algo de chocolate...pero no fui capaz de avanzar más allá de la puerta. Tirada en el suelo, con las muñecas ensangrentadas y el cuchillo que utilizabamos para cortar el jamón en su mano derecha, encontré a mi madre. Al instante sentí una ráfaga de aire cálido sobre mi nunca, y al girarme vi como él, con los ojos desorbitados, contemplaba la escena medio metro a mis espaldas. Sin pensar en lo que hacía y sin ser capaz de articular palabra le empujé con las pocas fuerzas que en ese momento pude reunir para que no entrara a la cocina. Fue entonces cuando sucedió. Apenas conseguí desplazarle unos pocos centrímetros, pero el a mí sí, y no solo éso, mucho más...pero no me veo con fuerzas, ni ganas, para recordarlo aquí. Transcurrieron solo unos pocos minutos, pero a mí me pareció una eternidad. La siguiente imagen que mi memoria quiere retener es la de Marco, sentado junto a mí en las escaleras, secándome las lágrimas, y abrazándome con fuerza.

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