lunes, 21 de noviembre de 2011

2. Selma

No era nada nuevo, siempre era así. Vivía entre gritos, y me acostumbraba, aunque de vez en cuando me engañaba, y pensaba que las cosas cambiarían. Pero no cambiaban, nunca lo hacían. Tendía a ignorarles, a tratar la situación como algo normal, y cada vez que me surgía la mínima duda de sí lo era o no, de quién era realmente el malo y el bueno en toda la historia, intentaba por todos los medios engañar a mi mente para que dejase de planteárselo. Llevaba haciéndolo durante años, desde que tenía uso de razón, al fin y al cabo bastaba con permanecer encerrada en mi habitación, subir el volumen de la música, y desconectar. Evadirme del mundo, y esperar a que terminase. Y en las ocasiones en las que la situación acababa por hacerse insoportable, salir de casa, a pasear al perro que siempre quise y nunca tuve, regresar tras un largo rato, y actuar como si nada hubiese sucedido. Así era como había funcionado siempre, así era como funcionaba, y así era como creía que funcionaría. Me gustase o no, era más de lo mismo. Podía adaptarme, o marcharme, pero de nada me serviría revelarme. Aquel día era más de lo mismo...la misma mierda de siempre. Había salido sin rumbo, sin destino, a mirar tiendas en las que no pensaba comprar nada, detenerme en escaparates que ni si quiera me interesaban, y dejar que el día transcurriera, que llegase la noche, y por fin poder descansar, o intentarlo, al menos. El reloj de la estación marcaba ya las 8 de la tarde. 8, como el día, aunque ya le quedaba poco para terminar. Un hombre de pelo gris y aspecto cansado vendía guantes de lana junto a uno de los bancos de madera. Y entonces apareció él. Serio, moreno, no muy alto, de vaqueros desgastados y una elegante americana. Y guapo. Muy guapo. Sentí como mis mejillas se sonrojaban, y esperando que no se hubiese dado cuenta clavé mi mirada en un sucio cartel que colgaba de la pared, el cual tiempo después descubrí que se trataba de un estúpido anuncio de lentes de colores, pero que en aquel momento ni me interesaba, ni me di cuenta. Me sentí una cría, más de lo que realmente era a mis escasos 22, hacía tiempo que no sentía algo así. No tenía ningún sentido, no le conocía de nada, pero me hizo dejar a un lado todos mis abrumadores pensamientos, y aunque no tenía ni la menor idea de por qué, desear que aquel chico de mirada penetrante y clara se levantara, y se acercara. Pero permaneció allí, inmóvil, sentado con las manos en los bolsillos como si nada le importara, hasta que escuché el ruido del tren detenerse a mis espaldas. Me planteé incluso quedarme allí parada, esperar al próximo tren, o a cualquiera que fuese su próximo movimiento...pero entonces miré de reojo al banco, vi que estiraba las piernas y se colocaba la bufanda, y comencé a abanzar hacia el vagón, sin otro pensamiento que verle cuando girara la cabeza. Y así fue, pasó de largo junto a mí, y se sentó en la siguiente fila, permaneciendo ahí hasta que llegamos a mi parada. Intentaba disimular, pensar en cualquier otra cosa, pero su mirada constantemente interrumpía mis pensamientos. Esa mirada tan sincera, tan verde...tan llena de esperanza. Me levanté, llegué a la puerta, bajé del tren y llegué hasta mi casa...y cuando saqué las llaves y noté algo junto a mi espalda, no pude evitar que una estúpida sonrisa se dibujara en mi cara.

-¿Eres el nuevo?-Le pregunté sin saber muy bien qué palabras pronunciaba.

-Sí.-Respondió él. Y la estúpida sonrisa no se borró de mi cara. Novecientos setenta y siete mil quinientos cuarenta habitantes. Quinientas sesenta y cinco mil cuatrocientas ventitrés viviendas...y vivíamos en el misma calle, en el mismo portal, y en la misma planta, puerta con puerta.

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