sábado, 19 de noviembre de 2011

1. Marco

Martes 8 de Noviembre. 8 de la tarde en la estación. El otoño parecía por fin dejarse ver en todo su explendor. Las hojas formaban mares de aguas doradas alrededor del tronco de los árboles, y el viento cantaba con voz aguda, susurrando en los oídos de quienes con rostros soñolientos se arropaban con frías prendas de abrigo. Y ahí estaba yo. Sentado en un viejo banco de madera pintada de un verde seco y desgastado por la lluvia, esperando al tren que me conduciría hasta mi nuevo hogar. Llevaba sólo dos días viviendo en Cartrena, apenas conocía la ciudad, y mucho menos a su gente, pero me encantaba observarles en silencio, y contemplar el paisaje desde la ventanilla del tren. Fue entonces cuando la ví. De pie, apoyada sobre una columna, alta, pálida, hermosa, con su largo y ondulado pelo rubio medio escondido bajo un gorro de lana, y sus brillantes ojos color miel leyendo con desinterés un sucio cartel que pendía a duras penas de la pared. Por un momento sentí un extraño e incontrolable deseo de acercarme a ella, de saludarla, de conocerla, pero mis pies no se despegaban del suelo. Me quedé allí, paralizado, sin ser capaz de dejar de mirarla. De pronto un fuerte ruido me despertó de mi estado de letargo y desvió mi mirada hacia las vías. Mi tren acababa de llegar. Me levanté contrariado, sintiendo que no quería moverme de allí, que no quería dejar de mirarla, y planteándome incluso lo estúpido que sería perder el billete solo por contemplar a aquella mujer, si es que sus dulces rasgos de niña podían catalogarla como tal, durante quién sabe cuántos minutos más...pero me moría de ganas por hacerlo. Entonces ella se incorporó, y con paso lento pero decidido, caminó hacia el vagón. Una estúpida sonrisa se dibujó en mi cara, y casi sin que me diese tiempo a ser consciente de lo que estaba haciendo, caminaba tras ella por el pasillo interior. Se sentó junto a la ventanilla de un asiento vacío, y un extraño pudor infantil se apoderó de mí, impidiéndome ocupar la butaca que había vacía a su lado, y obligándome a continuar abanzando para acabar una fila más adelante, frente a ella. Durante los 15 siguientes minutos que duró el trayecto hasta mi casa, el tiempo se detuvo para mí. No existía nada más alrededor. Sólo ella. No era tan guapa, en realidad, era mucho más que eso. Sus rasgos, jóvenes, probablemente de alguien unos 6 años menor que yo, naturales, imperfectos, sin maquillaje, la hacían aún más hermosa. Y su mirada, esa mirada que decía tanto con tan poco, parecía triste, confundida, extraviada en pensamientos de quien no hace mas que pensar y pensar sin saber bien qué hacer ni encontrar una solución a su problema. De pronto su expresión cambió, se incorporó de golpe, y tras abrocharse la cazadora de cuero marrón que ocultaba su pecho y recoger del suelo una mochila de piel blanca, se dispuso a abandonar el tren. Fue entonces cuando me percaté, en mi instintivo deseo por continuar siguiéndola, que aquella también era mi parada. Me levanté de un salto, y arrastré mis pies hasta la puerta corrediza, o como sea que se llamen las puertas de los trenes, esas que se deslizan y se abren solas, y que cuando eres pequeño tus padres te engañan diciéndote que son mágicas. El portal de mi casa estaba a solo unos metros, pero en aquel instante no me importaba, continuaría siguiéndola hasta donde ella fuera con tal de poder observarla durante unos minutos más. Y entonces sucedió. Sacó del bolsillo un manojo de llaves sujetas por un viejo llavero metálico, y se detuvo frente al portal número 17 de la calle Acequia. Levantó la mirada, y me dedicó una de las sonrisas más bonitas que he visto en mi vida:

-¿Eres el nuevo?- Me preguntó mientras introducía la llave en la cerradura.

-Sí.-Respondí sin dar crédito a lo que veía. Novecientos setenta y siete mil quinientos cuarenta habitantes. Quinientos sesenta y cinco mil cuatrocientas ventitrés viviendas...y vivíamos en el misma calle, en el mismo portal, y en la misma planta, puerta con puerta.

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