jueves, 24 de noviembre de 2011

3. Escaleras

Transcurrieron varios días de numerosos encuentros en el ascensor, frente la panadería de la esquina y en el supermercado de la siguiente manzana, hasta que me decidí a invitarle a salir. Fue algo sencillo, improvisado, un simple café para informarme sobre las actividades deportivas que ofrecía el gimnasio del barrio...lo cual, por supuesto, no me interesaba ni lo más mínimo, pero los seres humanos somos así de idiotas, y yo necesitaba una excusa que no dejara al descubierto, o al menos no tan evidentemente, que mi único objetivo era quedar con ella, estar con ella, y poder conocerla un poco más. Tras aquel café vino otro más, y otro, un par de almuerzos, una salida a cenar, una noche de cine...y por fin, el día de mi cumpleaños, nuestro primer beso en el portal, el cual no olvidaré jamás.

-¿Cuántos años tienes hoy?- Me preguntó ella, con su sonrisa de siempre.

-Ventitiseis.- Contesté. Y aquella vez, sonreí también.

No se en qué momento dejamos de ser vecinos para ser conocidos, ni en qué momento pasamos de conocidos a algo más, pero un par de meses después ella hablaba de mí a sus amigas como su novio, y yo me sentía orgulloso al escuchar aquellas palabras salir de su boca, algo raro en mí, teniendo en cuenta mi inestable y mujeriego pasado. Tampoco se en qué momento dejé de admirarla para empezar a quererla, pero sucedió muy rápido, mucho más de lo que esperaba y de a lo que estaba acostumbrado...y es que es complicado no querer a Selma. Pero hasta aquella tarde de finales de Mayo, cuando lloraba recostada sobre mi pecho sentada en el rellano de la escalera, no me di cuenta realmente de lo fuerte que era mi sentimiento hacia ella. LLovía mucho, y a pesar de cubrirme con la capucha de la fina cazadora llegué del trabajo calado hasta los huesos. Había olvidado unos papeles y mi jefe los necesitaba urgentemente, y aunque me prestó su coche solo en el trayecto del aparcamiento al portal acabé como recién salido de la ducha. El caso es que de no ser así, no hubiera vuelto a casa tan temprano, y no se cuánto tiempo más hubiera transcurrido sin que fuera consciente de lo que sucedía día tras día al otro lado de la pared. Un golpe seco, y un grito, no pude escuchar mucho más, las viviendas estaban insonorizadas y Selma acostumbraba a tener encendida la música a todo volumen...pero en aquella ocasión, no fue así. Escuché el sonido de la puerta de al lado, y todavía sin haberme deshecho de la cazadora mojada, y sin haber localizado los papeles que venía a buscar, salí rápidamente al rellano de la escalera. Y allí estaba ella. Débil, frágil, pequeña, muy pequeña aún con su metro setenta. Y lloraba. Solo lloraba, ocultando su rostro entre sus brazos desnudos, llenos de arañazos y de marcas. Conmovido por la imagen que en aquel momento tenía ante mí y sin saber muy bien qué hacer, me senté junto a ella y posé con delicadeza mi mano sobre su hombro. Casi sin que mis yemas rozaran su piel, dio un salto y se golpeó sin querer la cabeza contra la pared. Sus ojos se clavaron en mí, y durante unos segundos se quedó mirándome, sin decir nada. Y entonces, me abrazó. Me abrazó con fuerza, casi con desesperación, como nunca lo había hecho. No buscaba cariño, pedía a gritos ayuda, en silencio. Noté como mi cuello se humedecía con las lágrimas que no paraban de salir de sus ojos, y cómo su corazón latía contra mi pecho a una velocidad a la que era casi imposible distinguir sus pulsaciones. No se cuánto tiempo permanecimos allí, abrazados, sin decir nada...pero fue en aquel momento cuando fui consciente de cuánto la quería...y de cuánto me necesitaba.

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