domingo, 10 de julio de 2011

Bosque, piedras, playa.

Domingo diez de Julio, siete de la mañana. Mi prosa sale lenta, a trompicones, pero clara, fluída. El camino de vuelta a casa, sea sola o acompañada, siempre se divide en tres partes. Primero atraviesas el bosque que forma la gente que se resiste a que acabe la noche, le plantan cara al reloj, incluso al propio sol que empieza a amenazar con aparecer entre las escasas nubes que se aprecian en lo alto. Después te calzas las botas, viene el sendero de piedras, vienen los desagradables, los que esa noche han decidido tomar su última copa demasiadas veces, y sus vulgares comentarios seguidos de las blasfemias mañaneras que provocas al ignorarles te hacen sentir mínimamente incómoda a veces...sólo a veces, en general, te dan igual. Y te dan igual porque sabes que cuando terminen darán paso a la mejor parte: La playa. Pero de arena que no mancha, de la que no deja sucios los pies ni mojados los zapatos. Las calles solitarias, la tímida brisa, y el sonido en tus auriculares de esa canción que tanto te gusta, que te conmueve de tal forma que no quieres que acabe nunca, incluso das un rodeo muchas veces, para continuar paseando un rato más. No tienes sueño, nunca lo tienes, menos aún a esas horas, después de llevar toda la noche despierta, de lo viva que te sientes. Y cuando finalmente la ves morir, cuando el cielo se aclara, las farolas se apagan, se escucha cantar a los pájaros y ya están subidas las verjas de los bares, si te ha tocado hacer el camino sola un extraño sentimiento de tristeza, de melancolía, un atisbo de sensibilidad extrema invade todo tu cuerpo, y te preguntas si en ese momento, en alguna parte, habrá alguien que se sienta como tú, solo porque con sus propios ojos, ha visto morir a la noche.

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