lunes, 28 de febrero de 2011

Despedidas.

Odio las ciudades con aeropuerto. Por ponerle un nombre, llamémosle Barcelona. Odio Barcelona, su aeropuerto, y su estación de tren, o de autobús, cualquiera desde la que haya que decir adiós. En realidad da igual cuál sea la ciudad, la impresión que transmiten esos lugares siempre es la misma. Cargados del nerviosismo de gente apresurada de un lado para el otro arrastrando maletas y bolsos de viaje, de la emoción de padres despidiendo a sus hijos que regresan a los lugares donde estudian, de parejas que se abrazan y se recuerdan todo lo que se van a echar de menos...y de ese olor. Ese olor gris, a vehículo grande, que seguramente contamine menos que el de los miles y miles de coches que circulan cada día por las carreteras, pero que penetra en tus pulmones con una fuerza mucho mayor. Y cuando el conductor ocupa su asiento, las puertas se cierran, el motor se enciende, y ves cómo se va alejando poco a poco hasta que finalmente lo pierdes de vista, te quedas ahí de pie, impasible, inmóvil, mirando hacia el hueco que tan solo unos pocos segundos antes ocupaba...pero que ahora está vacío, y ya no queda nada. Y es entonces cuando aparece esa horrible sensación. La sensación que te recorre el cuerpo de arriba a abajo, sin olvidarse ni un solo rincón, para después permanecer ahí, estancada, sin moverse ni para dejarte respirar bajo un ritmo cardiaco médicamente normal...hasta que finalmente tomas aire, das media vuelta, y abandonas la estación, llevándote contigo ese enorme hueco vacío, que sólo siendo quien se marcha en lugar de quien se queda podrás conseguir evitar. Odio Barcelona. Odio las ciudades con aeropuerto, odio las estaciones de tren y de autobús...pero lo que más odio de todo, son las despedidas.

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