jueves, 6 de mayo de 2010

Días de lluvia.


Me acerqué hacia la ventana y dejé caer mi cabeza contra el cristal. Las gotas de agua golpeaban en él con brusquedad, y luego resbalaban lentamente en un aliento desesperado, aferrándose a sus últimos momentos de vida. El viento gritaba con fuerza en mis oídos, y obligaba a los árboles a arrodillarse a sus pies y a regalarle sus preciadas hojas. Las oscuras y tenebrosas nubes se agolpaban en lo alto, formando una inmensa capa de humo. Miraba, pero realmente no veía nada. Aquel ambiente me relajaba, me incitaba a pensar. Solo pensaba. Pensaba en aquel momento, en aquellos momentos en los que te encuentras solo. En lo difícil que es aceptar la mano de alguien con firmeza sin dudar, y al mirarle a los ojos sentir, aunque sea solo por un instante, esa extraña sensación de calma, y al mismo tiempo esa inquietud, que te provoca el no saber lo que piensa, el no saber lo que siente, pero que en ese momento, por alguna extraña razón, no te hace desconfiar.

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