lunes, 22 de octubre de 2012

Un año después. Tan rápido, y a la vez tan lento.

Samuel había escuchado muchas veces la historia de cómo sus abuelos se conocieron, pero aún así nunca se cansaba de que se la volvieran a contar. Manuel era un joven y prestigioso telegrafista que residía en Bilbao, ciudad donde trabajaba como intérprete y traductor a nivel nacional. Su habilidad con el código morse era realmente extraordinaria, y reconocida entre el gremio con admiración y respeto. Y es que, El morse, como decía Manuel, es mucho más que un código, mucho más que una serie de sonidos. El morse hay que sentirlo, hay que interiorizarlo hasta tal punto que seas capaz de distinguirlo en cualquier parte. En el sonido de las gotas de agua al caer, en las campanas de la iglesia, en los tambores de las procesiones de Semana Santa...en el fondo, el morse no se crea, ni se traduce, ni se interpreta, simplemente existe. Isabel, algo mayor que él, vivía en Zaragoza, y aunque nunca alcanzó un dominio del código tan eminente como el de Manuel, se ganaba la vida como telegrafista de cualidades más que notables. Se conocieron por casualidad por motivos laborales, y tras varias charlas por telégrafo Manuel le confesó a Isabel que quería conocerla de verdad, en persona. Así, la joven, que ignoraba por completo el aspecto físico de Manuel, el cual derrochaba una belleza casi insultante, aceptó una cita en su propia ciudad, pero le acompañaron a recogerle a la estación un grupo de amigas, por si el apuesto joven no resultaba de su agrado. Desde el instante en el que Manuel puso sus pies fuera del tren, y su mirada se cruzó con la de la atractiva Isabel, ambos sintieron algo especial en su interior, más intenso que todos los sonidos de morse que hasta entonces habían escuchado en su vida. Fue entonces cuando Isabel se giró hacia sus amigas y les susurró "¡marcharos, marcharos, ya podéis marcharos! Las amigas, que no habían saciado todavía la curiosidad que sentían por el telegrafista, no hicieron caso a la joven, y permanecieron con ellos hasta bien entrada la tarde, que decidieron dejarles solos. Y así fue como comenzó la tierna y dulce historia de amor de Isabel y Manuel.

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