jueves, 4 de octubre de 2012

Las 8 menos cuarto de la mañana.

Odio madrugar con sueño. No me importaría hacerlo si pudiera deshacerme de esa desagradable sensación de pesadez del cuerpo, que hace que tu propia piel parezca un abrigo de bisón de más de diez kilos de peso...y de esa lucha continua por mantener los ojos abiertos, resignándote a los rasgos asiáticos que a lo largo de la mañana van desapareciendo. Ocho menos cuarto de la mañana, el sol está tímido, pero al menos está...todavía. De aquí a unas cuantas semanas, ni eso. Hay muchas cosas que se repiten a las ocho menos cuarto de la mañana. La mujer entrada en carnes, o como Eva diría, fuertecita, que sale de la panadería con un bollo de leche relleno de crema, y una sonrisa de oreja a oreja que no le cabe en la cara. La chica de gafas que va en bicicleta con la mochila de tela a la espalda, y ese tubo cilíndrico que sobre sale por la esquina derecha con vete a saber qué. Quizás sea arquitecta, tenista, espadachín, o abogada. El hombre que corre con sus guantes y su pasamontañas, y no mira ni por dónde va, incluso me atrevería a decir que lleva los ojos cerrados. Niños con cascos enormes cubriendo sus orejas camino de sus respectivos colegios, algunos con uniforme, otros en vaqueros, o en chándal, en todas direcciones. El señor de barba gris y chaqueta con coderas remangada, que va cantando dando vueltas por el desértico parque Gallarza. El niño de bata azul que persigue palomas sin hacer caso de los gritos de la anciana que le acompaña. La mujer que limpia las mesas de la cafetería de la esquina, aprovechando que no hay nadie para mancharlas. Esa chica morena de escasa estatura y curvas marcadas, ese joven apuesto de metro noventa, o más, y camisa blanca. Y todos siguen su rutina, todos miran hacia delante, o al suelo, o a nada. Hoy camino del colegio, yo también he mirado atrás, al suelo, adelante, a nada...y he retomado mis pisadas, una vez más, como cada mañana, relajada, inspirada, y por qué no decirlo...contenta.

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