Vete de aquí, y quédate. Márchate lejos y vuelve, no regreses nunca hasta mañana mismo. Permanece a mi lado donde no pueda verte, ni se te ocurra acercarte, no te separares de mí ni un segundo. Mírame a los ojos, no me veas ni de reojo. Abrázame, ni me toques. No me hables, haz el favor de no callarte. Ignórame, hazme un poco de caso. Me marcho lejos, a medio metro. Voy donde tú estés, donde tu quieras, contigo a ninguna parte, sin tí a ningún lado. No por ti, contigo. Hazme reír hasta acabar llorando, quiéreme más, no me quieras tanto. Olvídate de mí, pero sobre todo, pase lo que pase...recuérdame, te estaré esperando.
lunes, 28 de noviembre de 2011
domingo, 27 de noviembre de 2011
4. Y más escaleras.
-¿Sí?-Pregunté.
-Soy yo. - Respondió. Y con eso, ya era suficiente.
Pero por más que pase el tiempo, creo que nunca podré olvidar aquel día. Ya había sucedido otras veces, pero no así. Le pegaba. Le pegaba siempre que no hacía las cosas como el quería, incluso cuando hacía todo bien, pero estaba enfadado o había tenido un mal día. Bebía mucho, muchísimo, sobre todo los fines de semana, cuando no tenía nada que hacer y los problemas le agobiaban. Alguna vez intenté detenerle, incluso había hablado con mi madre para contratar a un abogado, poner tierra de por medio y sacarla de aquella mierda, pero ella siempre se negaba. Le quería, y decía que el la quería también a ella, a su manera, era inútil intentar enfrentarse a ella. Pero yo no entendía su forma de querer. Contacté con una asistente social, pero me advirtió de que mientras no quisiese colaborar, no había nada que pudieran hacer. Sabía que mi ambiente familiar no era el que solían tener en otras casas, pero acostumbrada a ello desde que tenía uso de razón, y sin una actitud por parte de mi madre que me empujara a buscar el cambio tampoco podía hacer nada...hasta que llegó aquel día. Habían discutido, como de costumbre, quizás algo más, pero a aquellas alturas estaba tan acostumbrada a los gritos, a los golpes y a los portazos que ni si quiera me di cuenta. Cuando todo quedó en silencio y el cd que sonaba en mi cadena musical llegó al final de la última canción, salí a la cocina para prepararme un zumo y coger algo de chocolate...pero no fui capaz de avanzar más allá de la puerta. Tirada en el suelo, con las muñecas ensangrentadas y el cuchillo que utilizabamos para cortar el jamón en su mano derecha, encontré a mi madre. Al instante sentí una ráfaga de aire cálido sobre mi nunca, y al girarme vi como él, con los ojos desorbitados, contemplaba la escena medio metro a mis espaldas. Sin pensar en lo que hacía y sin ser capaz de articular palabra le empujé con las pocas fuerzas que en ese momento pude reunir para que no entrara a la cocina. Fue entonces cuando sucedió. Apenas conseguí desplazarle unos pocos centrímetros, pero el a mí sí, y no solo éso, mucho más...pero no me veo con fuerzas, ni ganas, para recordarlo aquí. Transcurrieron solo unos pocos minutos, pero a mí me pareció una eternidad. La siguiente imagen que mi memoria quiere retener es la de Marco, sentado junto a mí en las escaleras, secándome las lágrimas, y abrazándome con fuerza.
jueves, 24 de noviembre de 2011
3. Escaleras
Transcurrieron varios días de numerosos encuentros en el ascensor, frente la panadería de la esquina y en el supermercado de la siguiente manzana, hasta que me decidí a invitarle a salir. Fue algo sencillo, improvisado, un simple café para informarme sobre las actividades deportivas que ofrecía el gimnasio del barrio...lo cual, por supuesto, no me interesaba ni lo más mínimo, pero los seres humanos somos así de idiotas, y yo necesitaba una excusa que no dejara al descubierto, o al menos no tan evidentemente, que mi único objetivo era quedar con ella, estar con ella, y poder conocerla un poco más. Tras aquel café vino otro más, y otro, un par de almuerzos, una salida a cenar, una noche de cine...y por fin, el día de mi cumpleaños, nuestro primer beso en el portal, el cual no olvidaré jamás.
-¿Cuántos años tienes hoy?- Me preguntó ella, con su sonrisa de siempre.
-Ventitiseis.- Contesté. Y aquella vez, sonreí también.
No se en qué momento dejamos de ser vecinos para ser conocidos, ni en qué momento pasamos de conocidos a algo más, pero un par de meses después ella hablaba de mí a sus amigas como su novio, y yo me sentía orgulloso al escuchar aquellas palabras salir de su boca, algo raro en mí, teniendo en cuenta mi inestable y mujeriego pasado. Tampoco se en qué momento dejé de admirarla para empezar a quererla, pero sucedió muy rápido, mucho más de lo que esperaba y de a lo que estaba acostumbrado...y es que es complicado no querer a Selma. Pero hasta aquella tarde de finales de Mayo, cuando lloraba recostada sobre mi pecho sentada en el rellano de la escalera, no me di cuenta realmente de lo fuerte que era mi sentimiento hacia ella. LLovía mucho, y a pesar de cubrirme con la capucha de la fina cazadora llegué del trabajo calado hasta los huesos. Había olvidado unos papeles y mi jefe los necesitaba urgentemente, y aunque me prestó su coche solo en el trayecto del aparcamiento al portal acabé como recién salido de la ducha. El caso es que de no ser así, no hubiera vuelto a casa tan temprano, y no se cuánto tiempo más hubiera transcurrido sin que fuera consciente de lo que sucedía día tras día al otro lado de la pared. Un golpe seco, y un grito, no pude escuchar mucho más, las viviendas estaban insonorizadas y Selma acostumbraba a tener encendida la música a todo volumen...pero en aquella ocasión, no fue así. Escuché el sonido de la puerta de al lado, y todavía sin haberme deshecho de la cazadora mojada, y sin haber localizado los papeles que venía a buscar, salí rápidamente al rellano de la escalera. Y allí estaba ella. Débil, frágil, pequeña, muy pequeña aún con su metro setenta. Y lloraba. Solo lloraba, ocultando su rostro entre sus brazos desnudos, llenos de arañazos y de marcas. Conmovido por la imagen que en aquel momento tenía ante mí y sin saber muy bien qué hacer, me senté junto a ella y posé con delicadeza mi mano sobre su hombro. Casi sin que mis yemas rozaran su piel, dio un salto y se golpeó sin querer la cabeza contra la pared. Sus ojos se clavaron en mí, y durante unos segundos se quedó mirándome, sin decir nada. Y entonces, me abrazó. Me abrazó con fuerza, casi con desesperación, como nunca lo había hecho. No buscaba cariño, pedía a gritos ayuda, en silencio. Noté como mi cuello se humedecía con las lágrimas que no paraban de salir de sus ojos, y cómo su corazón latía contra mi pecho a una velocidad a la que era casi imposible distinguir sus pulsaciones. No se cuánto tiempo permanecimos allí, abrazados, sin decir nada...pero fue en aquel momento cuando fui consciente de cuánto la quería...y de cuánto me necesitaba.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Escritor.
lunes, 21 de noviembre de 2011
2. Selma
No era nada nuevo, siempre era así. Vivía entre gritos, y me acostumbraba, aunque de vez en cuando me engañaba, y pensaba que las cosas cambiarían. Pero no cambiaban, nunca lo hacían. Tendía a ignorarles, a tratar la situación como algo normal, y cada vez que me surgía la mínima duda de sí lo era o no, de quién era realmente el malo y el bueno en toda la historia, intentaba por todos los medios engañar a mi mente para que dejase de planteárselo. Llevaba haciéndolo durante años, desde que tenía uso de razón, al fin y al cabo bastaba con permanecer encerrada en mi habitación, subir el volumen de la música, y desconectar. Evadirme del mundo, y esperar a que terminase. Y en las ocasiones en las que la situación acababa por hacerse insoportable, salir de casa, a pasear al perro que siempre quise y nunca tuve, regresar tras un largo rato, y actuar como si nada hubiese sucedido. Así era como había funcionado siempre, así era como funcionaba, y así era como creía que funcionaría. Me gustase o no, era más de lo mismo. Podía adaptarme, o marcharme, pero de nada me serviría revelarme. Aquel día era más de lo mismo...la misma mierda de siempre. Había salido sin rumbo, sin destino, a mirar tiendas en las que no pensaba comprar nada, detenerme en escaparates que ni si quiera me interesaban, y dejar que el día transcurriera, que llegase la noche, y por fin poder descansar, o intentarlo, al menos. El reloj de la estación marcaba ya las 8 de la tarde. 8, como el día, aunque ya le quedaba poco para terminar. Un hombre de pelo gris y aspecto cansado vendía guantes de lana junto a uno de los bancos de madera. Y entonces apareció él. Serio, moreno, no muy alto, de vaqueros desgastados y una elegante americana. Y guapo. Muy guapo. Sentí como mis mejillas se sonrojaban, y esperando que no se hubiese dado cuenta clavé mi mirada en un sucio cartel que colgaba de la pared, el cual tiempo después descubrí que se trataba de un estúpido anuncio de lentes de colores, pero que en aquel momento ni me interesaba, ni me di cuenta. Me sentí una cría, más de lo que realmente era a mis escasos 22, hacía tiempo que no sentía algo así. No tenía ningún sentido, no le conocía de nada, pero me hizo dejar a un lado todos mis abrumadores pensamientos, y aunque no tenía ni la menor idea de por qué, desear que aquel chico de mirada penetrante y clara se levantara, y se acercara. Pero permaneció allí, inmóvil, sentado con las manos en los bolsillos como si nada le importara, hasta que escuché el ruido del tren detenerse a mis espaldas. Me planteé incluso quedarme allí parada, esperar al próximo tren, o a cualquiera que fuese su próximo movimiento...pero entonces miré de reojo al banco, vi que estiraba las piernas y se colocaba la bufanda, y comencé a abanzar hacia el vagón, sin otro pensamiento que verle cuando girara la cabeza. Y así fue, pasó de largo junto a mí, y se sentó en la siguiente fila, permaneciendo ahí hasta que llegamos a mi parada. Intentaba disimular, pensar en cualquier otra cosa, pero su mirada constantemente interrumpía mis pensamientos. Esa mirada tan sincera, tan verde...tan llena de esperanza. Me levanté, llegué a la puerta, bajé del tren y llegué hasta mi casa...y cuando saqué las llaves y noté algo junto a mi espalda, no pude evitar que una estúpida sonrisa se dibujara en mi cara.
-¿Eres el nuevo?-Le pregunté sin saber muy bien qué palabras pronunciaba.
-Sí.-Respondió él. Y la estúpida sonrisa no se borró de mi cara. Novecientos setenta y siete mil quinientos cuarenta habitantes. Quinientas sesenta y cinco mil cuatrocientas ventitrés viviendas...y vivíamos en el misma calle, en el mismo portal, y en la misma planta, puerta con puerta.
sábado, 19 de noviembre de 2011
1. Marco
Martes 8 de Noviembre. 8 de la tarde en la estación. El otoño parecía por fin dejarse ver en todo su explendor. Las hojas formaban mares de aguas doradas alrededor del tronco de los árboles, y el viento cantaba con voz aguda, susurrando en los oídos de quienes con rostros soñolientos se arropaban con frías prendas de abrigo. Y ahí estaba yo. Sentado en un viejo banco de madera pintada de un verde seco y desgastado por la lluvia, esperando al tren que me conduciría hasta mi nuevo hogar. Llevaba sólo dos días viviendo en Cartrena, apenas conocía la ciudad, y mucho menos a su gente, pero me encantaba observarles en silencio, y contemplar el paisaje desde la ventanilla del tren. Fue entonces cuando la ví. De pie, apoyada sobre una columna, alta, pálida, hermosa, con su largo y ondulado pelo rubio medio escondido bajo un gorro de lana, y sus brillantes ojos color miel leyendo con desinterés un sucio cartel que pendía a duras penas de la pared. Por un momento sentí un extraño e incontrolable deseo de acercarme a ella, de saludarla, de conocerla, pero mis pies no se despegaban del suelo. Me quedé allí, paralizado, sin ser capaz de dejar de mirarla. De pronto un fuerte ruido me despertó de mi estado de letargo y desvió mi mirada hacia las vías. Mi tren acababa de llegar. Me levanté contrariado, sintiendo que no quería moverme de allí, que no quería dejar de mirarla, y planteándome incluso lo estúpido que sería perder el billete solo por contemplar a aquella mujer, si es que sus dulces rasgos de niña podían catalogarla como tal, durante quién sabe cuántos minutos más...pero me moría de ganas por hacerlo. Entonces ella se incorporó, y con paso lento pero decidido, caminó hacia el vagón. Una estúpida sonrisa se dibujó en mi cara, y casi sin que me diese tiempo a ser consciente de lo que estaba haciendo, caminaba tras ella por el pasillo interior. Se sentó junto a la ventanilla de un asiento vacío, y un extraño pudor infantil se apoderó de mí, impidiéndome ocupar la butaca que había vacía a su lado, y obligándome a continuar abanzando para acabar una fila más adelante, frente a ella. Durante los 15 siguientes minutos que duró el trayecto hasta mi casa, el tiempo se detuvo para mí. No existía nada más alrededor. Sólo ella. No era tan guapa, en realidad, era mucho más que eso. Sus rasgos, jóvenes, probablemente de alguien unos 6 años menor que yo, naturales, imperfectos, sin maquillaje, la hacían aún más hermosa. Y su mirada, esa mirada que decía tanto con tan poco, parecía triste, confundida, extraviada en pensamientos de quien no hace mas que pensar y pensar sin saber bien qué hacer ni encontrar una solución a su problema. De pronto su expresión cambió, se incorporó de golpe, y tras abrocharse la cazadora de cuero marrón que ocultaba su pecho y recoger del suelo una mochila de piel blanca, se dispuso a abandonar el tren. Fue entonces cuando me percaté, en mi instintivo deseo por continuar siguiéndola, que aquella también era mi parada. Me levanté de un salto, y arrastré mis pies hasta la puerta corrediza, o como sea que se llamen las puertas de los trenes, esas que se deslizan y se abren solas, y que cuando eres pequeño tus padres te engañan diciéndote que son mágicas. El portal de mi casa estaba a solo unos metros, pero en aquel instante no me importaba, continuaría siguiéndola hasta donde ella fuera con tal de poder observarla durante unos minutos más. Y entonces sucedió. Sacó del bolsillo un manojo de llaves sujetas por un viejo llavero metálico, y se detuvo frente al portal número 17 de la calle Acequia. Levantó la mirada, y me dedicó una de las sonrisas más bonitas que he visto en mi vida:
-¿Eres el nuevo?- Me preguntó mientras introducía la llave en la cerradura.
-Sí.-Respondí sin dar crédito a lo que veía. Novecientos setenta y siete mil quinientos cuarenta habitantes. Quinientos sesenta y cinco mil cuatrocientas ventitrés viviendas...y vivíamos en el misma calle, en el mismo portal, y en la misma planta, puerta con puerta.