miércoles, 12 de junio de 2013

Y ya son las doce.

Puede que a simple vista no se le note, pero Ella le observa. Él remueve el café mientras habla con gracia sin mirar a la taza, con la mano izquierda. Siempre la mano izquierda. Imagina cómo esa misma mano sujetará el arco de su preciado violín, acariciando las cuerdas con dulzura. Continúa observándole. deja caer por un instante los párpados con gesto engañosamente tímido, coge el bombón que adorna el pequeño plato de porcelana y lo desenvuelve desinteresadamente, haciendo una bola con el papel de plata, al tiempo que desliza el dulce entre sus dedos y se lo mete en la boca. Chocolate. Le encanta esa palabra. Y su sabor. Se sorprende a sí misma envidiando al caramelo por un instante, por sentir el placer de dejarse rozar por sus labios, e imagina cómo se derrite poco a poco deslizándose entre sus dientes. Entonces Él sonríe. Sonríe. Y ahí sí que está perdida. Y es que puede lidiar con sus finas y bronceadas manos, puede aguantar esa voz natural e inocentemente sugerente, puede dejar pasar ese pelo cobrizo al sol tan bien  despeinadamente peinado, y aunque por momentos se bañe en sus penetrantes ojos, ese mar de miel lleno de pestañas, puede incluso soportar esa mirada que lo dice todo sin decir nada. Pero su sonrisa...esa sonrisa llena de hoyuelos, de picardía, de ese venacomerteelmundoconmigo, aquí, y ahora, le envuelve hasta tal punto que se olvida hasta de su nombre. Y de todo lo demás. Es entonces cuando de pronto, la pompa de chicle explota, la carroza de cadena y dos ruedas le reclama, suena el reloj,  ya son las doce, y bajo la lluvia ve cómo poco a poco, con sus manos, con su voz, con sus ojos, con su pelo, con su sonrisa, se hace pequeño en la distancia, perdiéndose entre las sombras de la noche.

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