El
silencio es la consecuencia inevitable de todas las alternativas que
existen a saber qué decir, cuando decirlo y de qué manera se debe
de decir. Y si las luces están apagadas, y si todas las puertas y
ventanas están o no cerradas, y si las agujas se detienen siempre en
el mismo punto y el péndulo parece subir más de la cuenta cada vez
que tú pasas frente al reloj...pero nunca se para, siempre vuelve a
bajar, y a subir, y a bajar, y a subir...siempre el mismo espacio.
Tiempo, espacio, velocidad, todo sucede al mismo ritmo, todo es tan frustrantemente anodino y constante que hay veces que hasta me mareo solo de
pensar que nunca cambiará, que seguirá así hasta que en algún
momento reviente de golpe haciendo saltar todas las piezas, en todas
las direcciones posibles...pero entonces ya será tarde, porque el mecanismo quedará inservible. El caso es que a veces
creo que hablo demasiado poco hacia afuera y demasiado mucho hacia
dentro, pero no puedo evitarlo, siempre me falla una de las tres. El qué, el cuándo, o
la seguridad de que lo que voy a decir sea algo con sentido que no
incomode ni dañe a nadie. Por eso tiendo a tirar de silencio y
listo, no me complico. Y es que ante la cantidad de necedades
y sandeces que se escuchan por ahí, ¿Qué necesidad hay de engordar
la lista? Total, las mías no van a ser mi mejores ni peores que las
de los demás, y prefiero no cargar con la responsabilidad de haberlas dejado salir de mi boca, así, gratuitamente, sin un motivo de peso. Claro está que a veces se me escapan, pero procuro que no hagan mucho ruido, no vaya ser que al final el reloj estalle de verdad, la explosión sea demasiado fuerte, y me acabe salpicando la porquería más de la cuenta. Tampoco es que vaya armando jaleo por ahí, simplemente me aparto cuando no me convence el guión de la película, y dejo que otros actúen.
Al fin y al cabo, lo que digan de mí, no es asunto mío.
Al fin y al cabo, lo que digan de mí, no es asunto mío.
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