miércoles, 29 de diciembre de 2010

Donde duele, inspira.

Es como un nudo en el estómago, una agonía constante que desaparece únicamente cuando le ves. Te levantas por la mañana y lo primero en lo que piensas es en si seguirá ahí, tal y como le dejaste la tarde anterior. Lleno de tubos, sentado en esa butaca reclinable con las piernas desnudas marcadas por las cicatrices, los pies colgando dentro de sus zapatillas de piel y cubierto con su elegante bata de seda azul. Pálido, escuálido, inmóvil....pero respirando. Las horas transcurren siguiendo la rutina habitual sin que aprecies realmente su contenido, y hasta que no llega el momento en el que subes de nuevo esas escaleras, atraviesas el largo y estrecho pasillo y cruzas la puerta número 111, tu mente no puede centrarse plenamente en nada más, y tu corazón no recupera su ritmo cardiaco normal. Puede que sí médicamente hablando, pero no en lo que se refiere al latir del sentimiento. En realidad no te sientes para nada útil, y una vez que llegas el hecho de permanecer allí el mayor tiempo posible sólo te sirve para alejar la angustia que llega cuando desapareces de la habitación, y dejas de tenerle delante. Entonces te entra de nuevo el miedo, y sientes la necesidad de volverle a ver, aunque sea una vez más...siempre quieres una vez más. Las horas que vienen a continuación no son mas que meras agrupaciones de tiempo en las que el resto del mundo continua con su vida, mientras tu te sientes como si observaras todo desde lejos, ausente, sin ganas. Y cuando por fin llega la noche, te acuestas rogando que al día siguiente puedas volver a verle. No habla, apenas anda ni come, se fatiga y casi ni duerme...pero respira, es todo cuanto puedes plantearte...respira.

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