lunes, 30 de agosto de 2010

3 minutos.

Dicen que el tiempo se puede medir, que al margen de lo que puedas vivir mientras éste transcurre no deja de reducirse a meras agrupaciones de horas, compuestas a su vez de minutos, que se suceden uno tras otro de forma secuencial sin distinción alguna en cuanto a su duración. Pero todo ésto queda relativizado a lo que puede suceder en cada uno de ellos. Hay minutos que pasan casi sin que te des cuenta, minutos que se hacen eternos, minutos que repetirías una y otra vez durante el resto de tu vida, y minutos que desearías no volver a vivir jamás...

Miedo. O más bien nervios, no estoy segura de cómo describirlo. Es la sensación de quedarte paralizado, con cada uno de tus músculos en tensión, mientras un sudor frío te recorre todo el cuerpo. Y cada segundo transcurre lentamente, como cuando observas caer las gotas de la canilla de un grifo mal cerrado. Lo observas con detenimiento, sin apartar la vista, pero al mismo tiempo sin querer mirar. Y miles de pensamientos pasan por tu cabeza, agolpandose los unos con los otros y mezclándose entre sí. Recuerdos pasados, planteamientos futuros, arrepentimiento, angustia, odio, son tantas cosas...y ruegas a Dios, aunque normalmente en una situación racional tu fé no exista, en ese momento ruegas en silencio a Dios o a lo que sea que haya por encima de lo natural, de lo humano, de lo imperfecto, le ruegas que el resultado que deseas ver aparezca de una vez ante tus ojos...

Y de pronto, ya está. Tres minutos. Han sido sólo tres minutos...tres horribles, eternos, y desagradables minutos...

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