lunes, 9 de diciembre de 2013

La sonrisa de Noa.

Permanecía recostada sobre una de esas mecedoras antiguas con un libro entre mis manos, forzando un balanceo regular hacia delante y hacia atrás y observando por la ventana cómo los primeros rayos de sol se colaban por entre las rendijas de la persiana, cuando la vi por primera vez. Quizás hubiera pasado desapercibida para mí en cualquier otra ocasión, si no fuera por esos grandes ojos claros, cristalinos, transparentes, que miraban con atención todo lo que le rodeaba sin realmente observar nada. Parecía feliz, en su propio mundo, de la mano de aquella señora gris, alta y delgada. Sonreía. Nunca jamás olvidaré aquella sonrisa. Tan íntegra, tan real, tan auténtica...y al mismo tiempo tan enigmática. Reconozco que aquel balanceo mecánico e involuntario que percibí después, sin mecedora, cuando se sentaron en uno de los bancos del parque a intentar dar de comer a las palomas, aquella expresión perdida, alejada por momentos de aquel lugar, de aquel instante, aquella falta de respuesta ante cualquier estímulo en consideración con ella, incluso ciertos comportamientos que podrían considerarse hasta desagradables o agresivos, me impactaron hasta tal punto de preferir mantenerme al margen, al principio. Tiempo después descubrí quién era, por qué se abstraía tanto de su entorno, cuál era su problema, lo que realmente le sucedía. Para muchos, enferma de nacimiento, es sencillo colocar etiquetas cuando un médico lo considera oportuno. Para mí, se aislaba del mundo que le rodeaba. Y qué ganas me dan a veces de poder hacer lo que hace ella. Cerrar los ojos, balanceo...y desaparecer. Que a día de hoy, para oír lo que hay que oír, muchas veces es mejor abstraerse del mundo...muchas veces, es mejor no escuchar nada.

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