sábado, 28 de diciembre de 2013

Incendio de nieve.

Su serena respiración era tan lenta que en ocasiones daba la sensación de que sus pulmones habían dejado definitivamente de funcionar. De vez en cuando el viento se colaba por las rendijas de la destartalada puerta de madera, acariciando las paredes de la casa y envolviéndola como si de un cálido abrazo se tratara, pero ya no arrastraba el sonido de un invierno frío y desolador. El bramido de las olas contra el acantilado se suavizaba al aproximarse, como si el mar intuyera que era necesario guardar silencio, en aquel momento. Su eco parecía llegar del océano susurrando una dulce melodía que hacía de su cuerpo pálido y frágil una auténtica caja de resonancia, y los latidos de su pecho le servían de acompañamiento. Al ritmo de la música, una mariposa pura y blanca danzó sobre sus párpados cerrados. Retiré la mano de su magullada muñeca, que todavía conservaba restos de sangre seca y oscura cubriendo los cortes, y la observé durante unos instantes. Justamente era lo que parecía. Una muñeca de porcelana. Una muñeca rota. Sin voz, sin alma, sin vida. Ni la fragancia de su gélido aliento, ni de sus labios cárdenos, ni de sus dorados cabellos, ahora sin luz ni brillo, parecían tener ya la fuerza suficiente para despertar. Me quedé parado allí, recostado junto a su lecho, sin atreverme a volverla a tocar. Una lágrima muda brotó de alguna parte totalmente desconocida de mi interior, resbalando lentamente por mi mejilla izquierda, hasta desaparecer entre las sombras rojizas generadas en la tenue luz del atardecer. No sé qué clase de incendio era ella. Sólo sé que ardía continuamente, desprendiendo auténticos pedazos de hielo que saltaban en todas las direcciones. Pero aún allí, en aquel instante, en aquellas condiciones, no resultaba tan amargo el sabor de sus cenizas.


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