jueves, 9 de agosto de 2012

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina.

A Salander siempre le habían entretenido los rompecabezas y los enigmas. A la edad de 9 años su madre le regaló un cubo de Rubik. Puso a prueba su capacidad lógica durante casi cuarenta frustrantes minutos antes de darse cuenta, por fin, de cómo funcionaba. Luego no le costó nada colocarlo correctamente. Jamás había fallado en los test de inteligencia de los periódicos: Cinco figuras con formas raras y a continuación la pregunta sobre la forma que tendría la sexta. La solución siempre le resultaba obvia. En primaria había aprendido a sumar y restar. La multiplicación, la división y la geometría se le antojaban una prolongación natural de esas operaciones. Podía hacer la cuenta en un restaurante, entender una factura y calcular la trayectoria de una granada de artillería lanzada a cierta velocidad y con un determinado ángulo. Eran obviedades. Antes de leer aquel artículo, nunca, ni por un momento, le habían fascinado las Matemáticas, ni si quiera había reflexionado sobre el hecho de que las tablas de multiplicar fueran Matemáticas. Para ella era una cosa que memorizó en el colegio en tan sólo una tarde, por lo que no entendió el motivo de que el profesor se pasara un año entero dándoles la lata con lo mismo. De repente intuyó la inexorable lógica que sin duda debía ocultarse tras esas fórmulas y razonamientos, lo cual le condujo a la sección de Matemáticas de la biblioteca. Pero hasta que no se sumergió en aquel libro, no se abrió ante ella un mundo completamente nuevo. En realidad, las Matemáticas eran como un lógico rompecabezas que presentaba infinitas variaciones, enigmas que se podían resolver. El truco no se hallaba en solucionar problemas de cálculo. Cinco por cinco siempre eran veinticinco. El truco consistía en entender la composición de las distintas reglas que permitían resolver cualquier problema matemático.

Y justamente eso, era lo que más me fascinaba.



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