sábado, 14 de junio de 2014

Siempre tarde.

Dicen que cada persona tiene un olor particular, un olor que la hace única, de manera que si estuviésemos en una habitación con los ojos cerrados y alguien a quien consideramos especial entrarse de repente, dejando que su aire se rozase con el nuestro, seríamos capaces de reconocerla, de poder asegurar sin ninguna duda eso de: Es ella. Es esa persona. Y cuando se va, su olor permanece ahí, en esencia, en la sensación que nos envuelve tras su último abrazo, trayéndonos consigo recuerdos que vuelven cada vez que alguien que utilice su mismo perfume pase junto a nosotros, aunque no sea él o ella. No es que la confundamos, simplemente, nos la recuerda. Ella se va, pero su olor se queda. Quizás por eso he dejado de utilizar tu sudadera, pero el atractivo hombre de aspecto cansado y mirada gris con el que me cruzo de vez en cuando los viernes por la tarde acaba de pararse junto a mí frente al semáforo en rojo, en la acera. Echa un vistazo rápido a su reloj de pulsera y su rostro dibuja una expresión impaciente. Llega siempre tarde. No ha cambiado de perfume. Un día, antes de irte, me dijiste que si yo fuese un libro, sería La soledad de los números primos de Paolo Giordano, y que si fuese una canción sonaría como la voz rasgada de Sabina durante La canción más hermosa del mundo en un concierto acústico en directo. Todavía lo recuerdo. A veces. Todavía lo recuerdo. Sin ti.


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