lunes, 15 de febrero de 2016

Olores.

Laura siempre había sido bastante rara para los olores. No era capaz de comer o beber algo que no le gustara cómo olía, y podía percibir la presencia de ciertas personas sólo por el perfume que desprendían. Llevaba tiempo sintiendo el (d)olor de la ausencia de Nico entre sus sábanas, y hasta aquella noche había sido incapaz de tan siquiera plantearse la posibilidad de reemplazarlo, aunque fuera un rato. Se sentía especialmente nerviosa. No tenía nada que ver con la cena en aquel restaurante de moda, ni con el paseo por el centro de la ciudad, ni con lo insultantemente atractivo que siempre le había resultado él. Él y su sonrisa llena de hoyuelos, su verde mirada penetrante, su tez morena, sus largas manos, llenas de venas. Cuando a la mañana siguiente, tras desayunar con ellaabandonó su casa, se escondió bajo las sábanas y rompió a llorar. Era la primera vez desde la misteriosa desaparición de Nico que otra persona ocupaba aquella cama, y se había sentido más vacía que todas las noches anteriores en las que había dormido sola. Respiró profundamente interrumpida por sus propios sollozos, y dejó escapar el aire tranquila al comprobar que el recuerdo de su almohada seguía oliendo a Nico. Cerró los ojos y le dolió ahí donde sus manos, en algún momento, alguna vez, le hicieron sentir que nunca se iría. Pensó que era una auténtica putada que la piel no sufriera Alzheimer emocional, o que las farmacias no vendieran anestesia a granel, al menos. Entendió entonces que su alma no había perdido la esperanza de que la policía le trajera a Nico de vuelta. Que de nada sirve tapar las heridas con tiritas nuevas, que para que cicatricen es mejor dejar que les de el aire, y en todo caso, esperar a que si tienen que regresar, regresen las viejas. Porque el único remedio para curarlas, solamente lo conoce la persona que las crea. 

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