domingo, 21 de diciembre de 2014

Amor y otras drogas.

Todos esos, que tanto dicen quererse, que se llenan la boca de esas siete letras que tan poco ocupan, y tanto significan. Todos esos ignorantes que desgastan la palabra osadamente, todos ellos, no tienen ni la menor idea de lo que significa. No saben lo jodidamente difícil que es querer. Pero querer de verdad, no a medias tintas, ni de boquilla, no querer a ratos, o a temporadas. Querer como estado natural, como sentimiento puro e íntegro que un día tenace dentro y no hay manera de controlarlo. Querer es como coger aire y colmarte por dentro, y al expulsarlo sentirte llena de vida, de energía, plena. Querer es sentir cómo todas las conexiones neuronales dejan de funcionar de golpe cada vez que te abraza o te besa, o simplemente cada vez que le sientes cerca. Querer es sonreír sin motivo aparente, es pensar en la otra persona antes que en uno mismo. El problema viene cuando uno quiere, y deja de ser querido. Eso es algo que aunque te lo contaran en la mejor novela de la historia o en la mejor película del mundo, no serías capaz de entenderlo si no lo has sentido antes. Si no has sentido ese dolor incontrolable en el pecho, que parece que se te va a salir algo muy fuerte de dentro, atravesándote el corazón de lado a lado de un solo golpe. Y duele. Duele como si todos los huesos de tu cuerpo se retorcieran, haciéndote escuchar a tus entrañas crujir mientras respiras. Como amanecer desnudo en plena tormenta de verano y sentir las gotas de lluvia arañándote la piel, como un pitido ensordecedor que te penetra en los oídos a punto de reventarte los tímpanos, sin llegar a hacerlo. Como el ardor de las llamas de un incendio que te recorre el cuerpo y se detiene en el alma, regodeándose en las cenizas y esparciéndolas por todas partes, en todas las direcciones posibles. Como sumergirte en una bañera de hielos donde apenas puedes respirar, pero no te ahogas del todo. Y no te ahogas, porque morir de amor sería un final demasiado bonito para tanto dolor. Hasta que un día, de repente, dejas de sentir. La lluvia para, el hielo se derrite, el incendio se apaga, el pitido cesa. Y llega el silencio, llega la calma...llega la paz. Es entonces, y sólo entonces, cuando podrás permitirte el lujo de recordar. Y lo mejor de recordar una vez superado el sentimiento es, que puedes regresar cuando quieras, cuando a ti te de la gana, sin sufrir. Y nada ni nadie podrá arrebatarte eso.


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