Unas más, otras menos, las personas somos orgullosas por naturaleza. A nadie le agrada mostrar sus debilidades ante los demás, es absurdo no reconocerlo. A todo el mundo le gusta pensar que es fuerte, que puede con todo, que
le digan lo que le digan y le hagan lo que le hagan puede mirar a quien quiera que se cruce por su camino y actuar con esa jodida indiferencia de "me
basto solo, nada me afecta". Pero ser fuerte no es cuestión de
mantener la fachada. Se trata de asimilarlo, de aceptar que hay
personas, momentos y situaciones en las que resulta imposible quedarse
clavado ahí, impasible, como si todo cuanto te rodea no significara
para tí absolutamente nada. Porque en el fondo, te afecta, aunque
trates de engañarte o no quieras darte cuenta. A veces uno necesita
darse permiso a sí mismo para bajar la guardia un rato. No negar
lo evidente, relajarse un poco, limitarse a sentir, y sonreír. Lo
complicado es saber distinguir en qué momento hacerlo, establecer ese equilibrio entre la mente y el alma que te permite elegir bien todos y cada uno de esos
momentos. Equivocándote a veces, y hasta sorprendiéndote de tus propios sentimientos, pero siempre manteniendo la cabeza alta y sin arrepentimiento, teniendo claro que, hicieras lo que hicieras, lo hiciste porque era lo que tú querías hacer. Y justamente ese punto de equilibrio, es lo que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos.
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