miércoles, 1 de julio de 2015

Incendios de nieve.



Pocos sentimientos tan angustiosos existen como querer a alguien y comprobar que no te hace feliz. Y agarrarte al mayor motor de nuestro corazón: La esperanza. Como a un clavo ardiendo que lo único que provoca son más heridas que no cicatrizan solas. Fumarte los restos de ceniza, las sobras de un amor que fue, que ya no es, ni será jamás, intentando no sentirte culpable por un fracaso que hace tiempo que añadiste a tu lista. Dormir hasta que deje de doler. Hasta abrir los ojos una mañana y no sentir que aún empapada en sudor las sábanas permanecen frías, ahogándote por dentro. Sonreír al espejo antes de salir de casa y forzar la sonrisa con quien te rodea, pisar fuerte para que nadie note que, en realidad, todavía estas un poco rota por dentro. Escribir hasta que las palabras se te salgan por los ojos y las grites, sacarlas fuera y que no vuelvan a entrar jamás. Beber hasta que los recuerdos desfilen uno a uno delante de ti, y llegue el día en el que te rías de ellos, en el que no te sientas como la mala del cuento. Guardar el corazón en la nevera. Congelarte por dentro. Congelarlo todo. Y en medio de todo ese caos, permitir que llegue alguien que poco a poco provoque el deshielo con sus incendios. Convencerte de que hay algo más después del dolor, de que no somos más fríos por la ausencia de sentimientos, sino por la abundancia de decepciones. Pero que todas esas decepciones se derretirán hasta desaparecer entre las llamas, si te das la oportunidad de sentir, de vivir, y de volver a ser feliz.

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