-Tengo
miedo, lo reconozco. Si te soy sincera, pánico podría ser la
palabra que mejor define lo que siento en determinadas ocasiones,
cuando lo pienso demasiado. Pero se por qué. No estoy a gusto así.
-¿Así,
cómo?-Preguntó él, desde su ya habitual posición de manos en los bolsillos y
hombro derecho apoyado sobre la puerta del portal.
-Así...como
ellos. El exceso de estabilidad me aturde, me desconcierta hasta tal
punto que me hace sentir totalmente inestable, vulnerable ..perdida.
Y cuanto más me relaciono con ellos, más me aterroriza, me aterra,
el sólo hecho de pensar que lo que hago puede llegar a parecerse
mínimamente a eso que con ignorancia se llenan la boca llamándolo
"vida".
-Espeeeeeeera,
¡frena! ¿No crees que estás siendo un poco radical? Puede que no
lo sea para ti, pero sí para los demás...
-¡Pues
no quiero ser como los demás, entonces!-Le interrumpió con firmeza,
y las palabras llegaron solas.- No quiero envejecer como las parejas
normales. No quiero que la rutina se alimente de mi vida poco a poco,
hasta que consuma la pasión, la vitalidad, las ganas de improvisar
y no hacer siempre lo mismo. No quiero seguir paseando por las mismas
calles, de la mano o sin ella, eso es lo de menos. No quiero cenar
siempre en los mismos restaurantes ni dormir siempre entre las mismas
sábanas ni visitar el mismo lugar por vacaciones de Navidad. No
quiero guardar siempre sitio para el postre. No quiero fechas, ni
etiquetas, ni colgar el cartel de cerrado en ninguna parte, aunque
esté convencida de que no me interesa. En ninguna. No quiero vivir
siempre entre estas cuatro paredes con forma de país, me agobia, siento como si me quemara por dentro.
-¿Pero
qué es lo que quieres, entonces?-Preguntó él, desconcertado. Sacó
las manos de los bolsillos de sus desgastados pantalones vaqueros y
las colocó detrás de su cabeza, al tiempo que se acercaba unos
centímetros más hacia Ella.
-Quiero
una maleta, ¡Qué digo! Ni eso, una mochila, pequeña, discreta y
cómoda. Un pasaporte sin nacionalidad, sin apellidos, no quiero ser
de nadie, ni sentirme atada a nada más allá de los cordones de mis
zapatillas. No quiero tener la misma vida que el resto del mundo, me
niego rotundamente.
-Creo
que te entiendo...ahora sí.- Él bajó la mirada y la hundió profundamente, hasta casi alcanzar el centro de la tierra, haciendo
que sus ojos comenzaran a enrojecer. Ambos permanecieron en silencio
durante unos segundos. Ella le contemplaba paciente, con un brillo
especial en la mirada, un brillo apagado, pero lleno de una extraña
y dulce esperanza. Al fin, el levantó la cabeza con un brusco
movimiento y dio un paso más, casi rozando los desprevenidos labios
de Ella. Cerró los ojos mordiéndose el labio inferior, y volvió a colocarse las
manos sobre la cabeza.-¿Y qué papel se supone que ocupo yo en todo
ésto?
-Quiero
que mi vida cambie. Cámbiala. Hazla diferente...si puedes.
-¿Una
mochila, un pasaporte, y qué más? ¿Qué más, T? Necesito saberlo.
Ella
comenzó a temblar. Dio un paso hacia atrás, y tras observarle como
si aquella fuese la última vez que le vería en mucho tiempo, dio
media vuelta, y desapareció tras la puerta del portal de su casa. Él
no se movió. Se quedó parado ahí, en la misma postura, sin ser
capaz de reaccionar, para terminar recostado contra la pared. Ella se
dejó caer junto al hueco del ascensor, y se acurrucó en la esquina,
con la cabeza apoyada en el mismo muro, desde dentro. Cuando se
sintió sola, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, un
susurro que pareció escucharse en todos los rincones del mundo hizo vibrar sus labios, y con ellos aquel muro de piedra y hormigón.
"Una
mochila, un pasaporte...y Tú".
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