martes, 11 de diciembre de 2012

La Casa está triste.

La casa tiene vida. Claro que la tiene. Respira de manera diferente cuando él no está. Ha faltado otras veces, incluso durante más tiempo, pero porque ha querido. Esta vez se marchó sin querer hacerlo, al lugar de los largos pasillos, las sábanas blancas, y los camisones sin costuras. Ese lugar que tan poco nos gusta...pero que si me hubieran avisado a tiempo, se lo hubiera cambiado sin pensarlo, a pesar de que esta vez no haya terraza en la habitación y ver la tele cueste más de 5 euros al día. Porque se que la casa está más triste cuando se va él, que cuando me voy yo. Y ahora le sobra el aire en una habitación. La del fondo a la derecha. La suya. Los muebles sólo crujen, ya no cantan. El frigorífico está demasiado lleno y la despensa parece el bolso de Mary Poppins. Sus grandes ojos verdes, su rostro ya sin pecas de niño, su pelo negro y ondulado, su sonrisa blanca. Los días pasan. Ya no hay bolsa del almuerzo preparada en la entrada, ni discusiones absurdas sobre quién se lleva un coche o el otro o quién tiene escondidas las llaves del garaje. Hasta éso echa de menos la casa, hasta los gritos tontos, los enfados sin sentido...las risas, la alegría, los tempranos despertares cuando las calles no están puestas, casi de madrugada. La casa echa de menos hasta el ruido que hace al levantarse por las mañanas, y mira que se escucha poquito, pero aún así, lo echa en falta. Y yo me enfado con la casa, porque no tiene derecho a estar triste. No más que yo. Porque yo también le echo de menos, más que ella, mucho más, y no me dedico a abarrotar la despensa ni a dejar que el aire se sobre por los rincones. Que el hueco es demasiado grande, y no es de esos que se llena con algo material, y ni comida, ni muebles, ni aire, lo van a poder tapar.

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