lunes, 23 de noviembre de 2015

Lunes con sabor a domingo.

Lloraba y lloraba desconsoladamente, sintiendo cómo las lágrimas se engendraban en lo más profundo de sus entrañas y le arañaban el alma, brotando a borbotones empañando sus ojos y resbalando por sus mejillas hasta confundirse con la sangre que manaba de sus labios. Intentaba por todos los medios detenerlas, pero no podía, cada vez que lograba contener su respiración algo dentro de ella le estrujaba el corazón, escurriendo el sentimiento e impulsándolo a salir fuera. Tenía tanto escondido dentro. Tanta impotencia contenida, tanta falta de cariño, tantos te quiero no dichos, tantos ratos de los de no poder más, tantos restos de tinta y papel de la que no se puede publicar. El oxígeno le abrasaba los pulmones entrando y saliendo en ellos a destiempo, provocando una respiración entrecortada que le impedía hablar. Entonces sucedió. El pequeño Lucas apareció frente a ella, arrastrando su peluche favorito, con el chupete colgando y el pañal empapado, asustado, desconcertado, perdido. Era la primera vez que sucedía delante de su hijo. Era la primera vez que le veía llorar. Una fuerza que solo alberga explicación en el amor que sentía hacia él se apoderó de ella en aquel instante. Con el labio partido y el hombro dislocado se levantó del suelo del recibidor, donde el portazo de su marido que le había golpeado en la cara la había dejado tendida. Se acercó al teléfono, y con pulso tembloroso descolgó el auricular. Decidió poner fin a su condena. Decidió llamar.

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