miércoles, 22 de julio de 2015

De los gestos y las palabras.

Siempre decimos que todos son iguales, pero mentiría si no dijera que para mí él es distinto, incluso cuando está apagado mirando la pantalla de su teléfono móvil en su mundo, sin decir nada. Quizás a veces a mí me falten gestos, y a él palabras, pero cuando me mira fijamente el tiempo se detiene como un coche que frena en seco en un callejón sin salida, y puedo ver el infinito reflejado en las motas oscuras del iris de sus ojos. Es entonces cuando siento que la palabra enamorarse no suena tan fea como antes porque se puede ir construyendo con las seis letras de su nombre, que la palabra compartir se hace cada día más sencilla a su lado, y que la palabra felicidad cobra un sentido especial cuando me besa, me abraza, o cuando por mí sonríe, y me mira. Pero sobre todo, me doy cuenta de que la vida se puede poner mucho más bonita. Despertar y encontrarle a mi lado, entre ronquidos, con esa cara de tonto que se le pone mientras duerme que tanto me gusta. Sentir su olor, el tacto de su piel, el roce de sus pies entrecruzados. Y sentir también su ausencia, las noches en las que despierto de madrugada y no le encuentro entre mis sábanas, para sin querer pero queriendo querer volver a verle. Acordarme de él cuando suena esa canción que aunque millones de personas en el mundo la estén escuchando en ese momento, es nuestra, y no poder evitar que se me escape una sonrisa. Echarle de más cuando se pone idiota, y de menos en cuanto se da media vuelta. Sentirme cómoda hasta en los silencios, poder disfrutar de ellos como de cualquier conversación. Escuchar sus inquietudes, sus preocupaciones, que escuche las mías. Verle sonreir, sonreir con él. Reir, discutir sin enfadarme, bailar, cantar, soñar, y escucharle en sueños, caminar en la misma dirección, sentir a su gente un poquito mía, crecer como personas, juntos. Y por encima de todo, no dejar que el miedo a un mañana incierto nos impida disfrutar del momento, no permitir que las cicatrices del pasado nos impidan generar nuevas cicatrices. Porque justamente son esas batallas las que nos hacen ganar la guerra, las que nos hacen madurar como personas, las que nos enseñan a querer a la otra persona...las que nos hacen sentir que a pesar del orgullo, sentimos, y estamos vivos.

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