Dibujo una estela de humo en el aire que pronto se mueve, que pronto se expande. Estalla en lo alto del cielo pintando de luces y sombras el mar de la luna, que corre, que vuela y sonríe, con esos hoyuelos que muestran la más pícara y risueña de las sonrisas. Peina su pelo cobrizo con gracia y el viento lo vuelve y revuelve a su antojo bajo el brillo del sol que lo aclara. Y al remangarse de brazos su tez morena se funde con esa camisa de cuadros, de rallas, lisa, de mil colores, negra y blanca, hasta llegar a sus manos. La mano izquierda. La que crea, la que a pesar de haber sido por tantos siglos despreciada, vale la pena. Me busco en sus ojos, me encuentro, y me baño en la miel de su mar, dulce, agradable, tranquila...en paz. De pronto el tiempo se para, el péndulo no sube, ni tampoco baja, la arena rebosa todo cuanto encuentra a su paso y no hay segundos suficientes para recoger de nuevo sus granos. Porque ya no importan, porque ya no hacen falta. Y en medio de todo y de nada, una dulce melodía envuelve la noche y el día, haciendo al silencio gritar de alegría. Te frotas los ojos incrédula, pestañeas fuerte, te muerdes el labio de nervios, a ver si duele, y tras comprobar que es cierto, sólo te queda decir una cosa:
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