Se queja, habla sin sentido, y canta
sin dejarte dormir por las noches. Ve cosas que el resto no ve,
personas que no existen sino en su desordenada cabeza, y se enfada
cuando no la entiendes, cuando niegas que dos mujeres la visiten todos los días, que el muñeco sea una niña, que el riojano sea un riojano que vive en Zaragoza y cante jotas para ella. Cabezota, egoísta, gruñona, te lleva la contraria, se queja. Huele mal, muy mal,
tanto que si estás cerca es imposible respirar pretendiendo que
entre algo de aire limpio a tus pulmones. Es oxígeno sucio, ajado,
sin vida, que recorre cada rincon de tu cuerpo, contagiándote con esa
sensación de cera desgastada que muere sobre el platillo de una vela
a punto de desaparecer entre sus restos. Pero aún así eres incapaz
de alejarte si la miras a la cara. Ese rostro cada vez más pálido,
más alargado, esa mirada que ha pasado de verde esperanza a verde
opaco, ausente, perdida...sin vida. A veces llora. No sabe por qué,
pero llora, sufre, y su llanto seco retumba en las paredes de la caja
de cualquier alma, haciéndote sentir vacía, insignificante. En ese momento, serías
capaz de hacer cualquier cosa para conseguir que se sintiera
mejor, que por fin descansara...y al mismo tiempo te aferrarías a un clavo ardiendo si con
ello supieras que va a mantenerse ahí, donde está, inmóvil,
agónica...pero respirando. Y día tras día la misma lucha, entre la
desesperación y la angustia que ella misma genera. Batalla perdida de
todas las maneras, no hay final feliz, ni triste, simplemente
inevitable. Es ley de vida, se supera, pero por mucho que te
mentalices es imposible que no duela.
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