Cuando los primeros rallos de sol entraron por las
rendijas de la ventana de madera, Víctor comenzó a abrir los ojos lentamente.
Tomó aire, y sintió cómo ese olor inconfundible se adentraba en lo más profundo
de sus pulmones, colmándolos de oxígeno puro, de frescura, de vida. No había
duda: La primavera había llegado.
Víctor era un chico peculiar, de esos que a simple
vista no suelen pasar desapercibidos. Guapo, sí, pero no guapo de los de
portada de revista, no guapo vacío. Tenía algo especial en su mirada, algo que
sin conocerle despertaba curiosidad, despertaba interés en ese quéhabrámásallá.
Era uno de esos tipos con una sonrisa llena de hoyuelos, que cada vez que la
mostraba te daban ganas de sonreír a ti también. Había algo diferente en su
forma de caminar, en sus maneras, como si a su paso alguien fuera extendiendo
una alfombra roja y miles de flashes le deslumbran por el camino…y sin embargo
él no se diera cuenta. Su forma de vestir, y de desvestirse, aunque eso creo
que sólo me lo imagino, pero estoy segura de que tiene que ser así, tal cual lo
veo en mi cabeza. Y su voz. Su voz y su forma de hablar, su forma de
expresarse, daba tranquilidad, generaba confianza…generaba paz. La manera en la
que se revolvía el pelo, su pelo, despeinadamente peinado, sin orden ni
gobierno y ordenado al mismo tiempo. La música que escuchaba. Y sus manos. Sus
manos llenas de venas, y lo que era capaz de hacer con ellas. Sus ideas, su
creatividad, esa facilidad que tenía para crear un algo de la misma nada, esa
imaginación que le desbordaba por los poros de la piel y esa osadía que
mostraba ante la hoja en blanco. La inspiración que transmitía, la sensibilidad
que dejaba ver tras la armadura y la máscara, a veces. Su discreción, y su
engañosa timidez, que yo nunca me la creí, pero a veces no era capaz de
adivinar lo que escondía detrás de ella, lo que le pasaba por la cabeza. O por
el alma, que al fin y al cabo me interesaba más. Me importaba más. Así era Víctor,
un guapo con miga, que digo yo.
Aquella mañana se había levantado de buen humor.
Tras una ducha de agua fría y un par de tostadas acompañadas de un café recién
hecho, bajó al garaje en busca de su pequeña Vespa, para tomar rumbo hacia casa de su prima Nicole. Le costó
unos minutos conseguir que arrancara, pero tendía a darle esos sustos de vez en
cuando. Al final, siempre cedía ante sus encantos…o él ante los de ella.
Adoraba aquella moto. En realidad cualquiera, según él era cuestión de
sentirlo, quien lo ha sentido lo entiende y quien no seguramente no lo llegue a
entender nunca. La primera vez que montó en una moto tenía menos de cinco años.
Fue con el abuelo de su prima, y con ella. Nicole era un par de años mayor que
él, pero desde siempre Víctor había sentido cierto instinto protector hacia
ella. Para él era como una hermana pequeña. De aquella moto sólo recordaba ya
el color, rojo desgastado, el velocímetro analógico cuyos números apenas
lograba distinguir, y la lona negra llena de polvo que la recubría mientras
descansaba aparcada en el gallinero de la finca. No tenía constancia de cuánto
duró el paseo, imagina que porque a esas edades nunca se tiene constancia de
cuánto duran las cosas…lamentablemente ya se le había pasado. Ahora sabía medir
el tiempo, sentir que se le escapaba de las manos continuamente y cómo de vez
en cuando le daban ganas de pegarle una patada a todos los relojes de arena que
se encontraba en el camino. El caso es, sin irme por las ramas, que aquel paseo
fue realmente impactante para él. Sentir cómo el aire cálido de aquella tarde
de finales de Marzo golpeaba su cara, y cómo ese hormigueo extraño y
desconocido, que tiempo después descubrió que se llamaba
"adrenalina", recorría su cuerpo a esa velocidad, le hizo entrar en
un estado de plenitud desconocido para él hasta entonces.
Conforme fueron pasando los años, descubrió que
había otro aliciente que aunque también le resultaba agradable, mermaba un poco
esa sensación de libertad: Montar con su prima Nicole. Tener una moto propia
era una idea que le entusiasmaba, y que venía acompañada de algo desconocido
para él. Montar solo. Con ello se desvanecía la protección que desprendía el
que su prima le agarrase fuerte de la cintura, de sentir que esa sensación era
compartida con alguien más…aunque implicara tener que abrazar un hueco vacío.
Pero algo en su interior se lo pedía a gritos. Así que una tarde de finales de
verano, entro por la puerta de su casa directo hasta el salón, y sin si quiera
sentarse se plantó frente a su madre y le dijo con decisión: Mamá, quiero una
moto.
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