Esperanza: Estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos. Frustración: Sentimiento generado tras dejar sin efecto un propósito contra la intención de quien procura realizarlo. O dicho de otra manera...Lo que se siente cuando la pierdes. Y en contra de lo que uno espera...las finales, no sólo se juegan. Las finales, también se pierden.
Todos esos, que tanto dicen quererse, que se llenan la boca de esas siete letras que tan poco ocupan, y tanto significan. Todos esos ignorantes que desgastan la palabra osadamente, todos ellos, no tienen ni la menor idea de lo que significa. No saben lo jodidamente difícil que es querer. Pero querer de verdad, no a medias tintas, ni de boquilla, no querer a ratos, o a temporadas. Querer como estado natural, como sentimiento puro e íntegro que un día tenace dentro y no hay manera de controlarlo. Querer es como coger aire y colmarte por dentro, y al expulsarlo sentirte llena de vida, de energía, plena. Querer es sentir cómo todas las conexiones neuronales dejan de funcionar de golpe cada vez que te abraza o te besa, o simplemente cada vez que le sientes cerca. Querer es sonreír sin motivo aparente, es pensar en la otra persona antes que en uno mismo. El problema viene cuando uno quiere, y deja de ser querido. Eso es algo que aunque te lo contaran en la mejor novela de la historia o en la mejor película del mundo, no serías capaz de entenderlo si no lo has sentido antes. Si no has sentido ese dolor incontrolable en el pecho, que parece que se te va a salir algo muy fuerte de dentro, atravesándote el corazón de lado a lado de un solo golpe. Y duele. Duele como si todos los huesos de tu cuerpo se retorcieran, haciéndote escuchar a tus entrañas crujir mientras respiras. Como amanecer desnudo en plena tormenta de verano y sentir las gotas de lluvia arañándote la piel, como un pitido ensordecedor que te penetra en los oídos a punto de reventarte los tímpanos, sin llegar a hacerlo. Como el ardor de las llamas de un incendio que te recorre el cuerpo y se detiene en el alma, regodeándose en las cenizas y esparciéndolas por todas partes, en todas las direcciones posibles. Como sumergirte en una bañera de hielos donde apenas puedes respirar, pero no te ahogas del todo. Y no te ahogas, porque morir de amor sería un final demasiado bonito para tanto dolor. Hasta que un día, de repente, dejas de sentir. La lluvia para, el hielo se derrite, el incendio se apaga, el pitido cesa. Y llega el silencio, llega la calma...llega la paz. Es entonces, y sólo entonces, cuando podrás permitirte el lujo de recordar. Y lo mejor de recordar una vez superado el sentimiento es, que puedes regresar cuando quieras, cuando a ti te de la gana, sin sufrir. Y nada ni nadie podrá arrebatarte eso.
Hace poco leí en alguna parte, eso de que los días grises parecen más libres, porque no te obligan a ser feliz. Es por eso que a veces no estoy bien, pero sonrío. Es por eso que a veces me siento acojonadamente sola. Es por eso que intento romperme, aunque sólo pueda disolverme en lágrimas. Es por eso, por todas esas cosas que no se pueden contar. Cada domingo que quedo contigo, bailando restos de alcohol entre mis sábanas, cierro los ojos con la esperanza de que mañana suene el despertador, y al abrirlos de nuevo en la resaca, no te vayas. Y es que de todas mis dudas, sin duda, tú fuiste la mejor. Pero siempre tengo esa tonta necesidad de cargarme con mil cosas y llegar tarde a todas partes, soy impuntual por naturaleza, de pensamiento y de alma, qué le vamos a hacer. Siempre será hace una hora, una semana o un mes. Hace un minuto, o simplemente hace tan solo un segundo. Porque una vez más, llegué tarde, y una vez más, no pudo ser. Y aquí estoy, negándome a perderte, de la misma manera en la que el mar se niega a abandonar la orilla, a pesar de la cantidad de veces que le obligan a alejarse. Pero qué me decís de lo jodidamente bonito que resulta sentir que al final, a pesar de todo, en su resaca, las olas regresan a la orilla. Que sí, que todo viene, todo pasa, todo cambia...y todo vuelve. El reloj de mi alma siempre ha ido con retraso, y puede que llegase tarde algún día, pero te aseguro que llegué...y te aseguro: Volveré.
Cuando los primeros rallos de sol entraron por las
rendijas de la ventana de madera, Víctor comenzó a abrir los ojos lentamente.
Tomó aire, y sintió cómo ese olor inconfundible se adentraba en lo más profundo
de sus pulmones, colmándolos de oxígeno puro, de frescura, de vida. No había
duda: La primavera había llegado.
Víctor era un chico peculiar, de esos que a simple
vista no suelen pasar desapercibidos. Guapo, sí, pero no guapo de los de
portada de revista, no guapo vacío. Tenía algo especial en su mirada, algo que
sin conocerle despertaba curiosidad, despertaba interés en ese quéhabrámásallá.
Era uno de esos tipos con una sonrisa llena de hoyuelos, que cada vez que la
mostraba te daban ganas de sonreír a ti también. Había algo diferente en su
forma de caminar, en sus maneras, como si a su paso alguien fuera extendiendo
una alfombra roja y miles de flashes le deslumbran por el camino…y sin embargo
él no se diera cuenta. Su forma de vestir, y de desvestirse, aunque eso creo
que sólo me lo imagino, pero estoy segura de que tiene que ser así, tal cual lo
veo en mi cabeza. Y su voz. Su voz y su forma de hablar, su forma de
expresarse, daba tranquilidad, generaba confianza…generaba paz. La manera en la
que se revolvía el pelo, su pelo, despeinadamente peinado, sin orden ni
gobierno y ordenado al mismo tiempo. La música que escuchaba. Y sus manos. Sus
manos llenas de venas, y lo que era capaz de hacer con ellas. Sus ideas, su
creatividad, esa facilidad que tenía para crear un algo de la misma nada, esa
imaginación que le desbordaba por los poros de la piel y esa osadía que
mostraba ante la hoja en blanco. La inspiración que transmitía, la sensibilidad
que dejaba ver tras la armadura y la máscara, a veces. Su discreción, y su
engañosa timidez, que yo nunca me la creí, pero a veces no era capaz de
adivinar lo que escondía detrás de ella, lo que le pasaba por la cabeza. O por
el alma, que al fin y al cabo me interesaba más. Me importaba más. Así era Víctor,
un guapo con miga, que digo yo.
Aquella mañana se había levantado de buen humor.
Tras una ducha de agua fría y un par de tostadas acompañadas de un café recién
hecho, bajó al garaje en busca de su pequeña Vespa, para tomar rumbo hacia casa de su prima Nicole. Le costó
unos minutos conseguir que arrancara, pero tendía a darle esos sustos de vez en
cuando. Al final, siempre cedía ante sus encantos…o él ante los de ella.
Adoraba aquella moto. En realidad cualquiera, según él era cuestión de
sentirlo, quien lo ha sentido lo entiende y quien no seguramente no lo llegue a
entender nunca. La primera vez que montó en una moto tenía menos de cinco años.
Fue con el abuelo de su prima, y con ella. Nicole era un par de años mayor que
él, pero desde siempre Víctor había sentido cierto instinto protector hacia
ella. Para él era como una hermana pequeña. De aquella moto sólo recordaba ya
el color, rojo desgastado, el velocímetro analógico cuyos números apenas
lograba distinguir, y la lona negra llena de polvo que la recubría mientras
descansaba aparcada en el gallinero de la finca. No tenía constancia de cuánto
duró el paseo, imagina que porque a esas edades nunca se tiene constancia de
cuánto duran las cosas…lamentablemente ya se le había pasado. Ahora sabía medir
el tiempo, sentir que se le escapaba de las manos continuamente y cómo de vez
en cuando le daban ganas de pegarle una patada a todos los relojes de arena que
se encontraba en el camino. El caso es, sin irme por las ramas, que aquel paseo
fue realmente impactante para él. Sentir cómo el aire cálido de aquella tarde
de finales de Marzo golpeaba su cara, y cómo ese hormigueo extraño y
desconocido, que tiempo después descubrió que se llamaba
"adrenalina", recorría su cuerpo a esa velocidad, le hizo entrar en
un estado de plenitud desconocido para él hasta entonces.
Conforme fueron pasando los años, descubrió que
había otro aliciente que aunque también le resultaba agradable, mermaba un poco
esa sensación de libertad: Montar con su prima Nicole. Tener una moto propia
era una idea que le entusiasmaba, y que venía acompañada de algo desconocido
para él. Montar solo. Con ello se desvanecía la protección que desprendía el
que su prima le agarrase fuerte de la cintura, de sentir que esa sensación era
compartida con alguien más…aunque implicara tener que abrazar un hueco vacío.
Pero algo en su interior se lo pedía a gritos. Así que una tarde de finales de
verano, entro por la puerta de su casa directo hasta el salón, y sin si quiera
sentarse se plantó frente a su madre y le dijo con decisión: Mamá, quiero una
moto.